Verne

imgJulio Verne, un nombre que resuena de generación en generación como sinónimo de… ¿qué? Sin llegar al extremo de dar la razón por completo a algunos de sus biógrafos, que son rotundos afirmando que entre malos editores y pésimas películas han cambiado por completo el espíritu de la obra de Verne, sí me parece a mí que el tópico común acerca del escritor francés no se parece mucho a lo que en realidad escribió. No sé si todavía quedarán muchos que lean sus historias, pero el daño ya está hecho. Esa imagen de cientifismo progresista1, grandes peligros sometidos finalmente por la voluntad humana y una cierta superficialidad en las narraciones, además de ambientes con tonos pastel y abigarradas colecciones de máquinas decimonónicas, no se acerca mucho a lo que Verne deseaba transmitir y, cómo no, corresponde más a la visión de Hollywood que a cualquiera de sus libros. Hay quien ha querido ver en las obras de Julio una especie de profeta misterioso, una persona que se adelantó a su tiempo prometiendo un siglo XX lleno de adelantos salvadores y poco más. Cierto es que, por ejemplo, en la rescatada París en el Siglo Veinte, de principios de la década de 1860, cobran vida artilugios en los que se ha querido ver una parentela del fax e incluso Internet, pero si se mira un poco más allá, se verá que la trama no tiene, en general, un toque esperanzador, más bien aparecen las máquinas como problemas, en medio de una sociedad opresiva y ultramaterialista que se parece mucho más a ciertas novelas antiutópicas del siglo pasado por todos conocidas que a las románticas aventuras del celuloide vernesco.

No, Verne no era un optimista incurable ni escribía para jovencitos, pero su imagen así ha quedado grabada, posiblemente para siempre. Durante el siglo XX, muchos de los inventos y tecnologías que Verne citó en sus numerosos libros han visto la luz. Puede que incluso, algunas de ellas, nacieran o se vieran influidas e inspiradas por la lectura de las viejas novelas de Julio, he ahí, por ejemplo, la decisión de bautizar al primer submarino nuclear como Nautilus. Claro, Verne no era único, en su época estaba muy de moda escribir sobre viajes, territorios por descubrir y, sobre todo, de las prodigiosas máquinas que liberarían a la humanidad de múltiples tareas, pero donde otros sólo lograban pastiches insulsos, el inquieto francés consiguió la fórmula magistral de lo que hoy serían considerados como bestsellers, verdaderas máquinas de hacer dinero con tinta y papel. Verne no logró dar con la idea de unir ciencia y aventura de la noche a la mañana. Sus primeras obras, desde obras teatrales a ensayos, no se apartaban mucho de la mediocridad general aunque, y he aquí lo más importante, en ellas siempre hay un toque pesimista hacia el progreso que hoy sería dificilmente identificable con la idea que se tiene de sus obras más conocidas.

En esta historia, hay un personaje fundamental, sin el que posiblemente no se recordaría a Verne de igual forma. Julio siguió la vía marcada por su famila, marchó a París a estudiar derecho. No es que la idea fuera de su agrado, pero cumplió con lo que creía era su deber y así, logró completar sus estudios y trabajar en asuntos legales. Pero su cabeza y su corazón no estaban preparados para una vida así, por lo que se relacionó con el mundo literario parisino y escribió de todo, elaboraba artículos y se ganaba la vida con pequeñas historias sobre los avances científicos y técnicos de su tiempo, había olvidado ya su trabajo entre abogados y fiscales, sabía que en la pluma estaba su destino. Intuía por entonces, siendo un joven bohemio, que la pasión de sus contemporáneos por el progreso debía tener algo de especial, así que pasaba días enteros en bibliotecas documentándose sobre todo lo que en ciencia y técnica aparecía. Con el paso de los años, sin ser ingeniero ni haber estudiado ciencias, el joven Verne se convirtió en un verdadero erudito científico, era capaz de asociar datos mentalmente y ver hacia dónde se encaminaban inventos y teorías. Añádase a ésto una pluma fácil y una gran imaginación a la hora de crear historias sorprendentes y ya tendremos la fórmula mágica. Pero faltaba un ingrediente fundamental, la persona que ha abierto este párrafo y que sigue sin tener un nombre. Habrá que iluminar a tal personaje. Por una parte, Verne supo rodearse de pioneros sin igual, de los que aprendió mucho sobre máquinas, como el inquieto Nadar, obsesionado a partes iguales con la aerostación y la fotografía. Con amigos así, no debe extrañar que las tramas científicas ideadas por Verne fueran magistrales y, por lo general, rigurosas. Total, que con pájaros en la cabeza, Julio terminó cierta novelilla sobre viajes en globo que alcanzaría fama mundial. De editor en editor, la cosa no pintaba nada bien, todos lo rechazaban. En medio de un oscuro camino apareció, finalmente, el ángel salvador, aunque también culpable en cierta forma de la imagen que tenemos hoy de Verne. Pierre-Jules Hetzel, poderoso editor, decidió publicar la novela en forma de entregas aparecidas en una revista. El éxito fue rotundo, tanto que, desde entonces, las obras de Verne fueron traducidas en diversos idiomas casi inmediatamente, aunque por desgracia solían aparecer en formas abreviadas , con los extensos comentarios científicos y técnicos de las versiones originales eliminados, con lo que, de nuevo, tenemos otro de los ingredientes que han banalizado a Verne.

Cinco semanas en globo, Viaje al centro de la Tierra, De la Tierra a la Luna, Veinte mil leguas de viaje submarino, La vuelta al mundo en 80 días, obras maestras surgidas gracias al apoyo, muy interesado claro está, de Hetzel. Verne ganó montones de dinero, su editor también, habían logrado formar el equipo perfecto. Hetzel pulía y aconsejaba a Julio, eliminando en lo posible su tendencia a la crítica y el pesimismo sobre el futuro, creándose de esta forma obras un tanto planas pero completamente comerciales. Es soprendente, por ejemplo, que las largas horas de documentación dieran frutos como los que pueden leerse en su obra sobre el viaje a la Luna, que tiene una continuación titulada Alrededor de la Luna. El público se sorprendía ante las claras y precisas descripciones, pero es el lector actual el que tiene que sentirse más asombrado, porque Verne creó detalles que durante el siglo XX casi fueron «copiados» por la realidad. He ahí, por ejemplo, el renombrado caso de la partida de las naves Apolo, desde Florida, y el amerizaje en el Pacífico, en puntos que distan pocos kilómetros de los citados por Verne para partir y regresar de la Luna en sus aventuras. No era cuestión de ser un profeta, se trató de pura lógica y una documentación minuciosa. A pesar de todo, Hetzel siempre estaba ahí, intentando que las «manías» de Verne no estropearan un producto comercial perfecto. Puede que, por eso, el viaje lunar partiera de un cañón gigante, y no un cohete, pues era algo más asimilable en la época. También por presiones del editor, Nemo luchaba contra algo no muy bien definido, cuando Verne pensó realmente en cierto caso de su tiempo, más político que otra cosa.

Sin embargo, lejos de las ataduras de su editor, su estilo era muy diferente. Cuando Hetzel falleció, Verne siguió escribiendo, pero sus nuevas obras ya no lograron nunca el éxito de las anteriores, se volvieron oscuras y pesimistas, como siempre había deseado, ya no eran «comerciales». La ciencia y la tecnología seguían ahí, con brillantes descripciones y especulaciones, pero las tramas se complicaron y dejaron de ser fácilmente digeribles. El pesimismo ante el futuro tecnificado no era del agrado de su época, desaparecido su ángel en el mundo de los negocios, no volvió a tener el éxito de antaño. En cuestión de dinero poco importaba, porque entre reediciones y refritos el escritor ganaba una fortuna. Sus últimas historias, precisamente por ser las más próximas a lo que Verne deseó expresar siempre, se encuentran hoy en el olvido. No vendría mal rescatar, por ejemplo Los quinientos millones de la Begún o la magistral La esfinge de hielo, que no vendió prácticamente nada en comparación con otras de sus obras y que, curiosamente, sirvió de inspiración para, décadas después de la muerte de Verne, alumbrar oscuras novelas antiutópicas del género literario más propio del siglo XX, tan denostado como disfrutado, la ciencia ficción.

Lectura relacionada:
Julio Verne, un visionario mal comprendido. Arthur B. Evans y Ron Miller. Investigación y Ciencia, Agosto de 1997.

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1 ¡Por favor, no vean esta palabra con el pésimo tinte político actual sino a modo de recuerdo del positivismo más radical del XIX!