Cargo

culto cargoViajemos al pasado y a un remoto lugar. Años cuarenta, en medio de la nada, por todas partes lo único que puede verse es agua, el Océano Pacífico arropa a las pequeñas islas que lo salpican. Los habitantes de una de esas minúsculas porciones de tierra emergida viven aislados del resto del planeta. El único y esporádico contacto que han tenido en mucho tiempo con pobladores de lejanas tierras no puede decirse que fuera muy agradable. De vez en cuando, algún que otro misionero cristiano había pasado temporadas en la isla y, para los lugareños, aquellos encuentros con esos hombres raros portadores de un libro de oscura cubierta que hablaban de un dios desconocido y de adoptar costumbres que no les eran propias, se convertían en desconcertantes y, por lo general, irritantes intromisiones que nada bueno parecían presagiar.

Contactos más amigables y fructíferos eran los mantenidos con otros isleños pero, aparte de vecinos y misioneros, nadie más visitaba aquella esquina del globo. Ignorantes de lo que sucedía en el océano, donde dos grandes imperios luchaban en medio de una gigantesca guerra, ocurrió algo sorprendente. Desde hacía muchos años, en la lejanía, los isleños se habían sorprendido al observar, lejos, muy lejos, casi rayando el horizonte, sombras producidas por lo que, sin duda, eran gigantescos monstruos marinos o, pudiera ser, navíos de los dioses. Naturalmente, hasta entonces, ningún portaaviones o destructor se había acercado mínimamente a la isla, con lo que las lejanas siluetas eran lo único que se había podido ver desde la roca, en escasas ocasiones, de la tecnología marítima moderna. Igualmente, a veces, se escuchaba un misterioso zumbido y, alzando la mirada hacia los cielos, un oscuro pájaro negro de robustas alas y vuelo veloz, cruzaba entre las nubes, muy alto.

Acababa de amanecer, nacía un nuevo día que en todo se parecía a todos los demás, hasta que un lejano sonido alertó a los habitantes de la isla. Se parecía mucho a los zumbidos lejandos de aquellas aves celestiales pero, en aquella ocasión, el sonido fue aumentando hasta que, en medio del asombro general, un gigantesco pájaro oscuro sobrevoló el poblado. Era algo nunca antes experimentado por los aterrados isleños, un acontecimiento que prometía cambiar su vida habitual.

Desde las alturas, el operador de radio de un hidroavión de patrulla de la marina de los Estados Unidos emite un mensaje en clave destinado al comando más cercano de la flota del Pacífico. La isla que acababan de sobrevolar era ideal para instalar, al menos temporalmente, un puesto de escucha y aprovisionamiento. La Segunda Guerra Mundial se encontraba en todo su apogeo de muerte y destrucción en el frente del Pacífico y cada isla, por insignificante que fuera, podía ser importante.

Apenas había pasado un día desde la visita del gran pájaro negro, las gentes de la isla no hablaban de otra cosa, sintiendo una curiosa mezcla de temor y espectación, nunca antes los dioses habían estado tan cerca. ¡Y más que iban a estar! Una sombra apareció por el horizonte. A diferencia de lo que sucedía siempre, creció, creció y dejó de ser una silueta minúscula para pasar a convertirse en objeto de atención. Lejos, muy lejos, otras sombras permancían a la espera.

Una patrullera se acercó a la costa y, en la distancia, un destructor y varios buques de escolta y aprovisionamiento esperaban noticias. De nuevo, un pájaro negro sobrevoló la isla, pero ahora no pasó de largo, amerizó y se acercó a la playa. Extraños seres salieron de las entrañas del pájaro, eran verdosos y portaban objetos oscuros y brillantes en sus manos. La gente de la isla no salía de su asombro, los dioses habían llegado.

El grupo de reconocimiento avisó a la patrullera, que llegó más tarde. Los marines instalaron un puesto de escucha, con varias casetas prefabricadas, un generador, grandes antenas y un montón de suministros. El reconocimiento preliminar indicaba que no había japoneses en el área, lo único que iban a encontrarse era a una pequeña tribu desconcertada, pero había que tener cuidado, ya habían sufrido desagradables encuentros en otros lugares. Con el paso de las horas, tanto isleños como militares fueron entrando en contacto. Lo normal en esto casos era ofrecer regalos. El comandante del puesto inició la «fiesta». Leche en polvo, cosas brillantes, chocolate… tabaco.

Pasaron los días, aquellos «dioses» controlaron las ondas de radio, mientras sus amigos isleños disfrutaban de inesperados objetos y contemplaban con asombro las máquinas portadas por aquellos hombres-dioses vestidos de verde. Algunos de los moradores de la perdida roca fueron bendecidos con el favor de los dioses, pues éstos sanaron sus enfermedades. Pero aquello no duró mucho.

Una mañana, como aquella en la que el pájaro negro descendió por primera vez, el puesto recibió la orden de regresar a la flota. Las tiendas desaparecieron, las antenas ya no se alzaban en el montículo donde habían surgido, por arte de «magia», los dioses se habían esfumado, la isla volvía a su aislamiento de costumbre. ¿Cómo hacer que volvieran? ¿Cómo suplicar por su regreso? ¿Cómo lograr alzar la voz hasta los cielos donde vivían los pájaros negros?

Pasaron los años, pero nadie olvidó los días en que los dioses llegaron con sus regalos. Habían observado cada detalle, asombrados, escucharon el lenguaje de aquellos extraños, no lo entendían, pero aprendieron algunas palabras, como Amerrica, aunque para ellos no tenían sentido alguno. Memorizaron las inscripciones con que el pájaro negro estaba decorado y las pinturas que daban carácter a la patrullera, no olvidaron las siluetas de otros pájaros negros que pasaron sobre la isla en aquel tiempo. Decidieron que, para recordar aquellos días y para lograr que los dioses regresaran, tenían que hacer una gran representación anual en conmemoración de la primera visita desde los cielos y el mar. Así nació todo un ritual que era celebrado con pasión por los isleños. Imitaron los rifles de los militares con largos palos, se vistieron con los colores de los uniformes que habían visto, reprodujeron la sagrada enseña de sus dioses, la bandera de los Estados Unidos, elevaron un bosque de ramas en recuerdo del radiotransmisor y formaron con rocas en la playa, o con pigmentos sobre sus cuerpos desnudos, figuras que rememoraban los «dibujos» vistos en los pájaros y los grandes peces metálicos, como USA o US NAVY. Las letras fueron reproducidas con todo detalle, aunque para ellos no significaban nada, salvo el recuerdo de los dioses.

Vale, a grandes rasgos e imaginando bastante, así fue como, durante la Segunda Guerra Mundial, nacieron los que, hoy día, son llamados por los antropólogos como cultos cargo. En medio de una cruel contienda entre las flotas japonesa y estadounidense, además de británicos, australianos y neozelandeses, las tribus de muchas islas de Oceanía o del interior de Nueva Guinea que, anteriormente, no habían tenido contacto con el exterior, se encontraron, de pronto, con visitantes maravillosos y poderosísimos, capaces de surcar las aguas, volar por el cielo a voluntad, podían curar enfermedades, portaban armas invencibles, alimentos nunca antes imaginados, eran capaces de cualquier cosa. Pero la guerra terminó y los «dioses» desaparecieron. El choque había sido brutal, el «primer contacto» dejó a muchas de aquellas gentes desorientadas. Como medio para recordar y, a la vez, suplicar a los cielos por la vuelta de los dioses y el advenimiento de una era en la que poder disfrutar de sus regalos sin fin, nacieron estos cultos religiosos que, por medio de una representación de aquellas visitas, reproducen pistas de aterrizaje, palabras escritas en los fuselaje de los aviones o uniformes, como objetos rituales. Algunos cultos cargo han sobrevivido, siendo el más conocido el de la isla de Tanna, en Vanuatu1. Los habitantes de la isla esperan el retorno de John Frum, el dios que llegó un día de los cielos junto con sus compañeros marines, descubriendo la morada de las divinidades, América. Imploran a los cielos que, de nuevo, regrese John, con su fusil y su radio, con sus regalos y sus aviones, para que la edad de la prosperidad infinita dure para siempre.

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1 Curiosamente, llevan camino de convertirse en reclamo turístico.
Fuente de la imagen: The last cargo cult, artículo de Mike Jay en nthposition.com.