Las chicas de Hiroshima

A las ocho y cuarto de la mañana del 6 de agosto de 1945 hubo, sin duda, un lugar en el que la Tierra se convirtió en lo más parecido al infierno. No era buena idea encontrarse en Hiroshima o en sus cercanías aquel día, como tampoco lo fue poco más tarde en Nagasaki. Las dos bombas atómicas que pusieron fin a la Segunda Guerra Mundial se llevaron por delante la vida de miles de personas, pero dejaron a otras muchas viviendo entre dos mundos, en una situación que incluso hoy día es padecida por bastantes japoneses. Las nubes atómicas en forma de hongo no sólo hicieron caer definitivamente al Imperio del Japón, sino que también crearon un estado de ánimo muy especial y, hasta cierto punto, inesperado. El país comenzó a recuperarse con cierta rapidez, pero la huella de las bombas atómicas era algo que se estaba convirtiendo en algo demasiado pesado, así que las gentes empezaron a «olvidar» con rapidez. No, por supuesto, cada año siguieron recordando la desgracia, pero sin embargo ante la huella viva de las explosiones nucleares volvían la vista hacia otro lado.

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Hiroshima Maidens. Imagen Japan Focus.

Esa huella viva del infierno eran, y en gran número siguen siendo, los hibakusha o «gente bombardeada», esto es, todas aquellas personas que tuvieron la suerte, o la desgracia, de sobrevivir a los ataques nucleares ordenados por el presidente Truman. Cientos de miles de personas que, de una u otra forma, dejaron de ser humanos para convertirse en otra cosa, algo indefinido y, tristemente, algo que era necesario apartar del camino del futuro. El dolor era demasiado grande y muchos japoneses prefirieron olvidar que la «gente bombardeada» vivía a su lado. Muchos de los hibakusha fallecieron de cáncer o de otras enfermedades asociadas con la exposición a radiaciones y altas temperaturas. Pero muchos otros continuaron viviendo, entre sombras, apartados como si molestaran, pues las terribles deformaciones que dejaron las bombas en sus cuerpos suponían un continuo recordatorio de lo sucedido en Hiroshima y Nagasaki.

En los Estados Unidos sucedía algo parecido, aunque desde un punto de vista muy diferente. Durante los años cincuenta se vivió en todo occidente una curiosa fiebre por lo nuclear y quienes pedían reducciones en el armamento atómico o simplemente se atrevían a sugerir los peligros de ese tipo de tecnología, eran tachados de comunistas o cosas peores. Era la época de la caza de brujas, y con el senador McCarthy dando la lata, no eran muchos los que se atrevían a opinar sobre el tema en Estados Unidos. El futuro se pintaba nuclear, o «atómico» como les gustaba decir por entonces. Se imaginaron coches atómicos, casas atómicas, aviones atómicos y hasta electrodomésticos atómicos. El átomo era nuestro amigo y, como tal, domesticarlo se había convertido en el éxito supremo de la humanidad, o al menos de una parte de la misma. Al otro lado del telón de acero, en medio de la Guerra Fría, el gusto por lo nuclear invadía también a los dirigentes soviéticos, pero contaban con la ventaja de no tener a nadie que pudiera quejarse. Pobre de quien lo intentara.

Al igual que sucedía en Japón, en los Estados Unidos no se solía mencionar a las ciudades destruidas por las bombas nucleares. Era como si aquello manchara el brillante futuro atómico occidental, así que el recuerdo fue borrándose poco a poco. Los periodistas medían sus palabras para no ser censurados pero, he aquí que un grupo de hibakusha terminó por abrir los ojos de muchos. Sucedió en mayo de 1955, ante las narices del Departamento de Estado de los Estados Unidos, que al principio vio en el asunto una oportunidad publicitaria que pronto se convirtió en su pesadilla. A fin de cuentas, no se trataba más que de un grupo de chicas que necesitaban la poderosa ayuda del antiguo enemigo y ahora aliado contra el comunismo.

Fueron 25 las chicas de Hiroshima que viajaron a América en un vuelo muy especial. Todas ellas eran hibakusha y sus carnes habían sufrido graves deformaciones producidas por la explosión nuclear el 6 de agosto del 45. Fueron conocidas como las «Hiroshima Maidens» y, durante un año y medio, abrieron la mente de los estadounidenses como nadie había podido lograr antes sobre la herida nunca cerrada de los bombardeos atómicos. Las chicas viajaron desde Japón para recibir diversos tratamientos de cirugía reconstructiva, gracias a la mediación del religioso metodista Kiyoshi Tanimoto y de varias asociaciones cívicas norteamericanas. En los periódicos y en la televisión de los Estados Unidos nunca antes se habían mostrado los terribles signos de mutilación producidos en los bombardeos atómicos, era un tema que se escondía. Pero ahí estaban, descendiendo del avión, 25 chicas que mostraban algo diferente, la huella del infierno de la guerra atómica. Eran conocidas también como las Keloid Girls, por las terribles y características marcas que mostraban en su piel y pronto su estampa se hizo muy popular, para sorpresa de muchos.

Las chicas seleccionadas se alojaron en ese año y medio, entre mayo del 55 y noviembre del 56, con familias voluntarias del área de Nueva York. El plan original consistía en que recibieran traramiento quirúrgico en el Mount Sinai Hospital, de la citada ciudad, pero no tardaron en ir más allá de lo médico para pasar a lo popular. Al poco de llegar a América, tanto Tanimoto como su familia y dos de las chicas de Hiroshima volaron hacia Los Ángeles para ser protagonistas del programa de televisión más conocido de la época, el célebre This is Your Life de la NBC. Todo estaba previsto y nada podía salir mal. Las chicas de Hiroshima aparecían detrás de un velo. El objetivo del programa consistía en recaudar ayuda económica en forma de donaciones para llevar a buen puerto todas las operaciones. Pero, he aquí que un invitado cambió para siempre la percepción «aséptica» del tema nuclear. Apareció ante todos, con algunos síntomas de embriaguez, nervioso y apesadumbrado, un hombre que deseaba realizar una modesta donación y, además, quiso hacer una declaración que se convirtió en un torpe monólogo apenas sin sentido en el que lo más sobresaliente fue el recuerdo de una frase que afirmó haber pronunciado volando sobre Hiroshima el el 6 de agosto de 1945: «Dios mío, ¿qué hemos hecho?».

Se trataba de Robert A. Lewis, el copiloto del bombardero B-29 Enola Gay, que junto a Paul Tibbetts gobernó la máquina desde la que se dejó caer al monstruo nuclear sobre la ciudad de Hiroshima. Su declaración ante los estadounidenses, junto a las chicas de Hiroshima, fue uno de los momentos más sorprendentes de la historia de la televisión. Nadie había calculado el poder de aquellas poderosas imágenes, cuando las chicas de Hiroshima, en silencio, contemplaron la sombría estampa del militar atormentado. La recaudación fue asombrosamente alta y finalmente el velo de la ignorancia voluntaria sobre lo sucedido en Hiroshima empezó a caer. Muchos otros fueron los motivos que llevaron al enfriamiento del romance atómico, cuando la verdadera cara de lo sucedido empezó a ser contemplada, pero sin duda fue aquella noche del 11 de mayo de 1955 cuando la percepción empezó a cambiar gracias a las chicas de Hiroshima. Robert A. Lewis vivió hasta 1983 obsesionado con lo sucedido en Hiroshima, e incluso llegó a tallar obsesivamente una escultura con forma de hongo, como aquella nube que borró del mapa la ciudad japonesa.

Más información: Cabinet Magazine. The Clean Room / Domesticating the Hiroshima Maidens. Por David Serlin.