Eugenesia, cuando la ciencia sirve de excusa

HartsoekerDesde antiguo, se tenía la intuición de que los caracteres que dan forma a un ser humano se transmitían a partir de los progenitores de alguna forma ignota, ya fuera por un mecanismo físico desconocido o por influjo divino. Ideas al respecto plagan tratados con varios siglos a sus espaldas, aunque ninguno parece que fuera por buen camino. A este respecto, es sobresaliente la idea de la preformación de Malpighi, en el siglo XVII, según la cual, el organismo ya existiría, completamente formado pero con tamaño diminuto, en uno de los gametos. Ahí se originó el combate entre ovistas, que pretendían la existencia de ese «homúnculo» o ser humano preformado en el óvulo, y los animalculistas, que a su vez defendían la presencia del mismo en los espermatozoides. A raíz de estas erróneas ideas, muchos artistas y naturalistas dibujaron fascinantes representaciones de homúnculos en defensa de sus tesis, como la que presentó en 1695 el microscopista holandés Hartsoeker en el Journal des Savants, donde puede verse a un hombrecillo completo, agazapado en la cabeza de un espermatozoide.

Todo esto se acompañó, también durante siglos, de las ideas acerca de la herencia de las aptitudes intelectuales o sociales de las personas. Era creencia común, y todavía sigue siéndolo en algunos ambientes, el que tanto la inteligencia como el comportamiento del individuo se heredan y que la acción de la educación y el ambiente no podían modificar gran cosa lo que la «sangre» determinaba. No hay más que, por ejemplo, leer algunos textos clásicos, como los de Sócrates, quien afirmaba estar convencido de la necesidad de favorecer la procreación de los más aptos, desalentando la de los individuos «inferiores», proponiendo además que sería necesario criar y educar a los hijos de la elite, dejando descuidados a los demás.

Como la génesis de un nuevo ser humano era todo un misterio, si no tenemos en cuenta a quienes eran partidarios de la simple y llana acción divina o de una «fuerza vital» incognoscible, tenemos diversos mecanismos ideados para explicarla que podrían llenar toda una enciclopedia del disparate. Desde Hipócrates, con la «pangénesis», había quien pensaba que durante una relación sexual, se entremezclaban en el cuerpo de la futura madre diversas «piezas» minúsculas, procedentes de los cuerpos de los progenitores, para dar lugar a un nuevo ser humano. Vamos que, simplificando, era un puro y simple «lego», en el que un piececito minúsculo, se encontraba con una piernecita y una cabecita y… vale, ya tenemos un bebé. Incluso Darwin, al no poder encontrar un mecanismo físico que explicara sus observaciones, no tuvo más remedio que recurrir a una idea similar, la de las «gémulas». Naturalmente, el sabio británico no podía saber de la existencia del ADN y los genes, con lo que este «error», no empaña lo más mínimo su contribución a la ciencia.

El convencimiento acerca de la herencia del «comportamiento» de los padres, llegó a convertirse en obsesión. Total, que se pensaba en lo que el padre había hecho, en qué trabajaba, en su comportamiento… ¡se decía que el empleo del padre determinaría el del hijo! A fin de cuentas, si en una familia hay muchos fontaneros o muchos abogados, sería porque la «sangre» les destinaba a ello. Con lo sencillo que es darse cuenta que es el ambiente el condicionante de ello, pero nada, se recurría a esa llamada de la «sangre» para todo. Con respecto a las mujeres, se tenía especial cuidado en mantenerlas contentas durante el embarazo, porque se pensaba que si se enfadaban o estaban tristes, el futuro bebé sería de mayor alguien tristón o alguien malhumorado. De ahí surgen peregrinas ideas y normas, como la aprobada en la Francia napoleónica en la que se permitía a las mujeres embarazadas robar en tiendas porque si se contrariaban sus deseos el futuro hijo podría nacer malformado.

A pesar de que August Weissmann demostró que todo esto es una estupidez, cortando la cola a varios ratones y viendo que sus nuevas crías nacían con cola a pesar del trauma paterno, los partidarios de la herencia de caracteres sociales o de comportamiento no desaparecieron. Mediado el siglo XIX, el monje checo Gregor Mendel realizó sus famosos experimentos con guisantes, con los que nació la genética moderna. Demostró la transmisión de caracteres físicos y descubrió las nociones de recesividad y dominancia. Nadie le hizo caso, su trabajo no sería reconocido hasta que el siglo XX estaba naciendo. Claro, una cosa es que Mendel demostrara la transmisión de colores y rugosidades en guisantes y otra muy distinta es demostrar que la inteligencia, la afabilidad o el sentido político se transmitan de igual forma. Ni que decir tiene que jamás se ha demostrado algo así, la genética, como ciencia madura y avanzada actualmente, ha desentrañado gran parte de los mecanismos que permiten determinar cómo funcionan nuestras células y cómo se transmite le herencia. ¡Pero nunca ha logrado determinar que los genes puedan transmitir comportamientos determinados!

Pese a que no hay ni una sola prueba y, sobre todo, se tiene constancia de que es el ambiente, la cultura, la posición económica y la educación lo que determina la evolución social de un individuo, todavía hay quien intenta hacer creer que tanto la inteligencia como ciertos aspectos del comportamiento complejo, son determinados mayoritariamente por los genes. Son los típicos recursos del racismo que, lejos de acudir a ideas ambientales para excusar su ideología, recurren mayoritariamente a la «sangre inferior». No se crea nadie que esto es algo del pasado. Las polémicas surgida hace una década con la publicación del libro The Bell Curve, por Herrnstein y Murray, en las que se invocan supuestos mecanismos genéticos, pasando de puntillas sobre los ambientales o socioeconómicos, para explicar una, también supuesta, inferioridad en la inteligencia de la población negra de los Estados Unidos frente a los blancos, nos demuestran que, incluso sin pruebas científicas, se recurre a la «ciencia» para «demostrar» lo que uno desee.

Desvaríos de este tipo llevaron en la primera mitad del siglo XX a la gran desgracia de la eugenesia, con el resultado de miles de personas esterilizadas y millones de asesinados, todo por la «noble» idea en la «mejora» de la especie humana. La cuestión hunde sus orígenes en pleno siglo XIX. ¿No se había logrado mejorar el ganado por medio de la selección y reproducción de los ejemplares más productivos? ¿No habían mejorado las cosechas tras grandes esfuerzos en la selección de las plantas de mejor calidad? Vale, pues importando esas técnicas a la humanidad, se podría lograr una sociedad armónica, trabajadora y estable. Tal majadería tuvo como uno de sus padres fundadores a Sir Francis Galton, polifacético primo de Charles Darwin a quien se recuerda con honores por ser uno de los fundadores de la estadística moderna o por haber ideado alguna de las ramas de la criminología, pero también como impulsor de la eugenesia. ( Del francés eugénésie, a partir del griego eu-, bien, y –génésie, -génesis, algo así como «bien nacido»).

La obra de Galton, Hereditary Talent and Character, sirvió durante décadas como excusa a todo tipo de tropelías eugenésicas. La idea original de Galton, de puro sencilla, tenía que ser «cierta». Así maquinaron las mentes de la bien pensante clase alta británica, a la que Galton pertenecía, a saber, si las características conductuales y mentales son transmisibles, al seleccionar a los progenitores se podrá mejorar la especie. La eugenesia, como teoría social predominante en muchos ámbitos entre el siglo XIX y XX, impregnó gran parte del pensamiento occidental. Se planteó una selección de las personas más sobresalientes para que procrearan entre ellas y así lograr una sociedad más justa y libre de «enfermedades» sociales. Por otra parte, se ideó un sistema «activo», por el que los vagos, pobres, locos, violadores, asesinos, ladrones, mujeres de «mala» vida, débiles mentales, enfermos crónicos, como epilépticos, deficientes físicos y mentales… simplemente desaparecieran, impidiendo que se reprodujeran, por medio de esterilización o, en los casos más extremos, utilizando el asesinato «social» en masa.

Toda esta terrible locura se basó en la «ciencia», esto es, en las ideas de una serie de exaltados que ni tenían base alguna ni la intentaron buscar. Ciertamente, las tesis eugenésicas se basaban en curiosos estudios que, de científico, no tenían nada. El deseo era perpetuar y mejorar a las clases acomodadas, eliminando de paso a la «crápula» social que les rodeaba, así que argumentos tampoco es que necesitaran muchos. ¿Dónde sucedió todo esto? Naturalmente, lo que a la gente le viene a la mente son los nazis, pero cuidado, no deformemos la historia, la eugenesia practicante tuvo gran extensión y éxito en Estados Unidos, Gran Bretaña, Suiza, Suecia… En realidad, prácticamente todo occidente se apuntó a esta locura. Ya en 1907 se creó en Londres la Eugenics Education Society, llegando a ser socio de honor de la misma Sir Winston Churchill. Ese mismo año se promulgaron en los Estados Unidos diversas leyes, que fueron seguidas por otras en el mismo país y en muchos lugares de Europa, en las que se planteaba la esterilización activa para ciertos grupos sociales, así como la limitación de la inmigración de personas procedentes de algunos lugares «perniciosos» o que presentaran caracteres «degradados».

Buen ejemplo tomaron los nazis. En Mein Kampf, Adolf Hitler agradece a los eugenistas norteamericanos el haberle dado grandes ideas. Todos sabemos cómo terminaron aquellas «genialidades» del loco de Adolf. En Alemania se introdujo la higiene de la raza, encaminada a mejorar la raza aria y eliminar cualquier «peligro» para la misma, esto es, se crearon, a través de su política de rassenhygiene, centros especiales en los que muchos miembros de las SS poco menos que sirvieron de sementales y madres de alquiler para engendrar hijos que eran educados en comunidad. También se alentó el crecimiento de las «buenas» familias alemanas, mientras en asilos y centros de internamiento para deficientes mentales se ideó la cámara de gas como solución «higiénica». Los gitanos, homosexuales, comunistas… llegaron más tarde y, por supuesto, los judíos, chivo expiatorio útil para todo tipo de delirios, como también pudieron comprobar en la Rusia de Stalin. La «solución final» puso en marcha los hornos crematorios y sobre Europa Central llovieron negras cenizas originadas en esas máquinas de exterminio creadas en nombre de la «pureza científica» de la raza basada en el simple fanatismo.

Al mismo tiempo, en Suecia y otros países de Europa, se esterilizó sistemáticamente a grandes grupos de población, para «impedir» que extendieran su «pésima» semilla social. Así, se esterilizó a personas con epilepsia, deficientes mentales, gentes con escasos recursos económicos, a los que se acusaba de su pobreza porque se les consideraba «vagos» y por ello no debían procrear… el catálogo de atrocidades es demasiado largo, como también es largo el olvido voluntario sobre esta oscura etapa de nuestra historia. Curiosamente, no puede decirse que la eugenesia fuera un gran éxito en España. Como dato interesante, decir que el Primer Curso Eugenésico Español, celebrado en 1928, se suspendió a raíz de un mandato de Primo de Rivera, al ser calificado como inmoral y contrario a la institución familiar1.

La política, en cuanto al desastre eugenésico, era ecuánime. Me refiero con esto a que, aunque ha quedado impresa en la memoria la relación entre extrema derecha y eugenesia, sobre todo refiriéndose a Alemania, la imbecilidad de estas ideas impregnó prácticamente todo el espectro político. A saber, se practicó por parte de los dirigentes de la Unión Soviética, pero también por gobiernos «moderados» y democráticos en Suecia o Suiza. En Estados Unidos fue ampliamente abrazada por la izquierda. Esto nos demuestra que la irracionalidad habitaba en prácticamente toda clase o tendencia política. Así pues, basándose en unas presuntas «pruebas» científicas que jamás se presentaron, se dictaron leyes tan denigrantes como la Ley de Inmigración Johnson-Reed, en los Estados Unidos, una ley que llevó a los campos de concentración alemanes a cientos de judíos porque les impidió conseguir papeles para emigrar al Nuevo Mundo al considerarlos «impuros» o «contaminantes». Esta ley racista, a la que había precedido la Ley Laughlin de esterilización, modelo que fue copiado por los nazis en Alemania, era tan estúpida, que obligaba a clasificar a los inmigrantes según una clasificación «racional» de pureza. A modo de ejemplo, el impulsor de alguna de esas leyes, el propio Harry Laughlin, quien curiosamente sufrió epilepsia en su madurez y vivió unos años finales patéticos, había defendido la esterilización de los epilépticos.

Como «científico», Laughlin, que tenía en sus manos el destino de miles de inmigrantes, decidió crear una tabla describiendo a los que, según sus ideas, eran débiles genéticamente y, por tanto, sería necesario deportar o esterilizar para que no «contaminaran» a la población americana. Nunca ofreció pruebas de sus razonamientos, simplemente calculaba coeficientes como le daba la gana. Sin embargo, para muchos, sus tablas eran materia de fe. Por ejemplo, su clasificación de la «insuficiencia social», en la que Laughlin mezclaba todo tipo de males, desde la tuberculosis, que por supuesto era también «plaga social», o la debilidad mental, presenta un listado de ciudadanos, por países, que eran considerados aptos o no, para vivir en Estados Unidos. La lista titulada: «Insuficiencia social relativa de los diversos grupos nativos y razas inmigrantes de los Estados Unidos», pretende agrupar los diversos tipos de «insuficiencia social» entre los que cita la debilidad mental, la locura, el crimen, la epilepsia, la tuberculosis, la ceguera, la sordera, la deformidad y la dependencia. Se supone que el estudio se basó en un análisis de la población de casi quinientas instituciones de vigilancia estatales y federales de los Estados Unidos. En realidad, se sabe que, como en el caso de los judíos, sus propias fórmulas no le cuadraban, manipuló los datos como le vino en gana. Así, los suizos, japoneses, blancos americanos, austro-húngaros o canadienses, británicos y alemanes, daban puntuaciones inferiores o cercanos a «100», el valor medio de referencia. Serían los «más aptos socialmente». Cierran la lista los españoles y los serbios, que se salían de la escala, siguiendo a otros grupos «peligrosos», como irlandeses o turcos. En definitiva, pura estupidez ideada por alguien que creía ver «malas semillas» en cualquiera que no le agradara. Lástima que esa imbecilidad eugenésica costara tanto sufrimiento y tantas vidas, además de lastrar la verdadera investigación genética durante décadas2.

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1 Ver Genética General. J. Blanco y M. Bullón, pg.16. Editorial Marbán, Madrid. 1994.
2 Para ver una copia y traducción de esta demencial clasificación, véase el libro de James D. Watson y Andrew Berry, ADN El Secreto de la Vida, editado en 2003 por Taurus. Madrid.