Navíos estelares

(cc) alpoma.netCon el tiempo, viajar por nuestro Sistema Solar será tan fácil como volar de Madrid a Nueva York. Crearemos colonias en los lugares más prometedores para la vida, como Marte. En algunos de esos planetas elegidos podremos plantearnos incluso el modificar la «ecología» natural para adecuarla a la vida humana. Esto podría lograrse en Venus y Marte, por ejemplo. Sería una labor de generaciones, viéndose recompensada la humanidad al poder contar con nuevas «Tierras». Sumando más tiempo a la cuenta del futuro, nos entrarán grandes deseos por conocer qué hay más allá, viajaremos por los espacios interestelares camino de las estrellas. Y aquí es donde llega el grandísimo problema de las distancias inconmensurables. Si los planetas nos parecen lejanos, siendo en realidad nuestros vecinos más próximos del barrio, las estrellas sobrepasan nuestras mediadas mentales de lejanía. Una nave espacial actual, viajando a su máxima velocidad posible, tardaría milenios en alcanzar la estrella más cercana a nuestro Sol, Próxima Centauri, a unos 4 años luz de distancia. ¿Habría alguna forma de acortar ese tiempo? Ideas hay muchas, la mayoría probablemente imposibles y, al margen de las suposiciones acerca de «superar» la velocidad de la luz, lo que no puede ser, básicamente se han planteado unas pocas opciones. La primera, y más lógica, sería aumentar la velocidad de las naves espaciales, hasta donde pudiera ser posible. Otra idea plantea viajes lentos con tripulación en hibernación, eso por no hablar de las naves generacionales, en las que aquellos que llegan al destino serían los descendientes de los pioneros que emprendieron el viaje. Por otra parte, los «atajos» hiperespaciales, como el empleo de agujeros de gusano y monstruosidades gravitatorias similares, sería una vía rápida pero, a la vez, rozando los límites de lo posible.

La velocidad de la luz es el límite de celeridad para cualquier cosa en nuestro universo. Nada puede viajar más rápido que ella, pero incluso tan rápido como los aproximadamente 300.000 kilómetros por segundo a los que se desplazan los fotones lumínicos en el vacío, tardaríamos muchos años en llegar a las estrellas más cercanas a nuestro Sol. Un navío cósmico que se desplazara a velocidades cercanas al 20% de la velocidad de la luz podría realizar viajes de estas características dentro de lo que dura una vida humana normal. Pero conseguir toda la potencia necesaria para estos viajes supondrá un gran problema, tanto científico como económico.

Una de las primeras propuestas de navíos interestelares fue presentada por el pionero Robert Bussard en 1960. En su diseño, una nave de 1.000 toneladas acelerando a 1G, valor de la aceleración de la gravedad en la Tierra, permitiría un viaje con gravedad artificial en su interior y velocidades finales cercanas a la de a luz al cabo de un año de aceleración. Al viajar a tan elevadas velocidades, se producen fenómenos muy extraños con el tiempo. En la práctica, los tripulantes de una nave de este tipo llegarían a la galaxia Andrómeda, «vecina» de nuestra Vía Láctea en veinticinco años medidos dentro del vehículo. Por desgracia, en el exterior habrán pasado dos millones de años, al no haber sufrido el resto del cosmos el fenómeno de la dilatación temporal relativista. La nave de Bussard no carga combustible en su interior, sino que lo va recogiendo según va moviéndose por el espacio. En su proa lleva un gigantesco embudo que, por medio de fuertes campos magnéticos, va cosechando los átomos de hidrógeno que habitan en el vacío interestelar. El tamaño del embudo debería ser increíblemente grande, porque la densidad de átomos en el espacio es mínima. El hidrógeno recogido sería almacenado y acelerado en un reactor de fusión para salir expelido a altísimas velocidades por la popa, generando impulso. Este concepto, llamado estatorreactor, estuvo muy de moda pero ya nadie piensa muy en serio sobre su realización práctica. Los problemas de la recolección del hidrógeno no son nada si las comparamos con la gran incógnita tecnológica del proyecto: el hidrógeno espacial suele presentarse en diversas formas, aunque la más abundante son los simples protones solitarios. La fusión protón-protón es la gran complicación, porque nadie tiene ni idea de cómo hacer un reactor de fusión de este tipo. La técnica avanza con pasos de gigante, pero este tipo de máquinas está a muchos siglos por delante de nosotros.

Como alternativa más simple y barata se presentan los cohetes nucleares. No serían viables para enviar cargas a órbitas terrestres por culpa de su peligrosidad, una explosión en un lanzador atómico puede contaminar grandes porciones de tierras continentales. Pero en el espacio interestelar no suponen ningún problema, allá no hay nada ni nadie a lo que se pueda dañar, pues reina el vacío casi absoluto y la radiación ya existe por sí misma en forma de rayos cósmicos. Las máquinas nucleares espaciales son muy variadas y una de ellas se lleva el premio a la cosmonave más extravagante de la historia. Se trata del resultado de múltiples investigaciones por parte de grupos entusiastas de la astronáutica.

En 1946 el físico de Los Alamos Stanislaw Ulam sugirió una loca, pero totalmente realizable idea para propulsión espacial, utilizando explosiones de armas atómicas. Imaginemos una gran nave cargada con miles de bombas de fisión. Cada pocas décimas de segundo una de estas armas mortíferas sale expelida por la popa del vehículo y explota a una distancia de seguridad. La onda expansiva resultante chocará contra unos discos de inercia muy resistentes situados también en popa y el resultado es un gran impulso del conjunto con cada explosión. La combinación de muchas detonaciones proporcionaría la aceleración necesaria para alcanzar grandes velocidades.

Varios proyectos de ingeniería, como el Orión o el Dédalo, han estudiado la idea durante años, llegando a la conclusión según la cual tendríamos a una tripulación bastante frita con tanta radiación, un asunto por resolver. En el extremo opuesto a las dos extrañas ideas anteriores están las velas fotónicas. Solamente pueden utilizarse en las cercanías de las estrellas, pero hay una evolución del ingenio que podría valer para el vuelo interestelar. Como substituto del Sol se coloca un láser muy potente, situado en órbita terrestre, que generaría la presión fotónica suficiente como para impulsar a la vela solar hacia los confines del espacio. El tamaño de este velero debería ser de cientos de kilómetros de diámetro para tener efectividad. Y lo del láser tampoco es cosa sencilla pues se necesitaría para alimentarlo el equivalente a varios cientos de veces la producción energética eléctrica terrestre de un año.

Otra alternativa es un maravilloso «combustible» que seguramente propulsará las naves estelares del futuro. Es la antimateria, compuesta por átomos que son como la imagen en el espejo de la materia ordinaria. Por ejemplo, un positrón, partícula de antimateria equivalente al electrón tiene, al contrario que éste, carga eléctrica positiva. Lo importante para la cuestión del impuso es que al contactar la materia con la antimateria se produce un estallido impresionante de energía pura, haciendo que las dos formas materiales se desintegren en medio de un mar de preciosa radiación susceptible de ser utilizada como fuente energética para naves espaciales. La potencia de un propulsor de materia-antimateria es tal, que con sólo unos gramos de antimateria ya se tendría energía suficiente para mover una astronave a grandes velocidades por el Sistema Solar. Aumentando un poco la carga de antimateria se puede conseguir una verdadera nave interestelar.

Estudiando las implicaciones en el medio natural de la simetría, el matemático Paul Dirac llegó, en 1929, a la conclusión teórica de la existencia de la antimateria. Años después, en 1932, Carl Anderson descubrió el primer rastro de antimateria real, al estudiar la estela dejada por la aniquilación electrón-positrón debida a los energéticos rayos cósmicos en el interior de una cámara de niebla. En décadas posteriores se han localizado muchas más familias de antipartículas, encontrándonos ya en disposición para fabricar antimateria, cosa que se realiza en el interior de aceleradores de partículas como el del CERN entre Suiza y Francia. El mayor problema de la antimateria es que las formas para producirla en la actualidad son tan prohibitivas que nos encontramos muy lejos de estar en posesión de los gramos necesarios para construir nuestra magnífica nave estelar. Otro contratiempo es el diseñar trampas que mantengan la antimateria aislada en el vacío, suspendida en medio de campos de contención, separada de la materia ordinaria, pues si por error entraran en contacto, el resultado sería catastrófico. Con velocidades cercanas a décimas de la de la luz una nave tardaría siglos en alcanzar sistemas estelares cercanos.

Para mantener viva a la tripulación se plantea la hibernación. Los problemas técnicos para lograr esto no se han superado, pues las estructuras biológicas son muy sensibles a las bajas temperaturas. Muchos seres vivos han resuelto ya ingeniosamente el problema, son peces y anfibios que sobreviven al invierno utilizando proteínas con propiedades anticongelantes que mantienen la integridad de sus cuerpos aunque se hayan convertido en bloques sólidos congelados. Resta, no obstante, mucha investigación para aplicar estos fenómenos naturales al hombre, porque no somos ranas.

(Sirva este post como humilde homenaje a Carl Sagan y su obra maestra, Cosmos, en la que se citaban algunos de los ejemplos de navíos estelares que he comentado).

–> Para encontrar información, detalladísima, acerca de astronáutica, incluyendo proyectos futuros como los mencionados en el post, he de recomendar con entusiasmo esta web: Astronautix, de Mark Wade, una maravilla sin ninguna duda.