El Ferrocarril de La Robla

Extractos del artículo que publiqué en Historia de Iberia Vieja, número de enero de 2010. Las fotografías pertenecen a la serie que realicé sobre FEVE en Guardo a lo largo de 2006 y los gráficos forman parte de mis diseños para la citada revista.

La excelente idea de nuestro querido amigo y compañero D. Mariano Zuaznavar, de unir por medio de un ferrocarril económico la industriosa villa de Bilbao con las cuencas hulleras de Castilla, ha originado en éstas un movimiento de extraordinaria actividad, emprendiéndose ya trabajos de importancia en la de Matallana y existiendo grandes preparativos para la explotación de las de Sabero, Valderrueda y Guardo, así como de otras inmediatas a la línea en construcción muy adelantada de la Robla a Valmaseda.

Boletín de la Comisión del Mapa Geológico de España, 1891.

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Afirma actualmente con orgullo la empresa pública FEVE, Ferrocarriles de Vía Estrecha, que bajo su cargo se encuentra la explotación y mantenimiento de la vía métrica más extensa de Europa. No andan desencaminados, pues con sus 335 kilómetros se trata de un vestigio único de una época singular. Acostumbrados como solemos estar a las líneas de ferrocarril de RENFE con un ancho de vía superior a los 1.600 milímetros, como el ancho ibérico, o a los 1.435 milímetros del ancho internacional, como el que utiliza el AVE, el ancho métrico de las vías de FEVE hace que éstas parezcan casi de juguete. Sin embargo, un metro de ancho ha sido más que suficiente para soportar sin queja el paso de mercancías y pasajeros a lo largo de una centuria larga.

De la montaña al océano

No llegué a ver circular por esta vía única, que une La Robla, en León, con Bilbao, a los vetustos transportes de carbón animados por pesadas máquinas de vapor. Eso sucede por haber nacido cuando la era del acero y el vapor ya había llegado a su fin pero, sin embargo, sí he podido hablar en muchas ocasiones con gentes que guardan en su recuerdo vivas imágenes, y sonidos, del paso de los trenes anteriores a los actuales movidos por máquinas eléctricas alimentadas por generadores diésel. Supongo que, en algunos casos, la añoranza se ha mezclado con la exageración, pero resulta especialmente agradable escuchar las historias del viejo hullero, del Correo, el viejo tren de pasajeros que tardaba horas y horas en completar su ruta, con viajeros sentados en duros bancos de madera en el interior de destartalados vagones, cuando quien lo deseaba podía apearse del tren en marcha y estirar las piernas en ciertos tramos, para poder volver a subir sin problemas al vehículo pues su velocidad a veces era desesperantemente lenta. Son añejos recuerdos, si acaso deformados por el tiempo, que permanecen vivos en la memoria de quienes han vivido al lado de esta infraestructura tan poco conocida como importante para la historia de España.

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Hoy día las modernas máquinas diésel mantienen el trasiego de mercancías y pasajeros sobre la misma vía, con el mismo metro de ancho, y aunque ya haya perdido su vital papel para comunicar pueblos del norte de Castilla y León con el resto del mundo y a punto haya estado de ser cerrada de forma definitiva, permanece viva. Varios trenes de pasajeros, algunas joyas como el Transcantábrico y los pesados transportes de carbón de importación destinados a la generación de energía eléctrica hacen que, al menos de momento, la vía férrea de La Robla siga adelante con su actividad diaria.

Muy lejos queda ya el verano de 1894, cuando se abrió el principal tramo de la vía, el que une la localidad leonesa de La Robla con Valmaseda, en Vizcaya. El objetivo al que se destinó esta infraestructura de comunicación que recorre tierras de León, Palencia, Cantabria, Burgos y el País Vasco fue el de contar con una vía directa que permitiera alimentar de carbón castellano a los ávidos altos hornos de la industria siderúrgica vasca. El negro mineral, hulla y antracita extraídos en las minas de León y Palencia, no sólo sirvió para mantener la actividad industrial vasca, sino que se convirtió en la forma de subsistencia primordial para muchos habitantes de estos territorios del norte de Castilla y León. Los que en tiempos inmemoriales habían pasados sus vidas entre el ganado o los aperos de labranza, tornaron en mineros, ferroviarios y mecánicos cuando el carbón, y la vía de La Robla, hicieron que el paisaje cambiara radicalmente. Muchos siguieron durante años trabajando en sus labores tradicionales, mientras que, a la vez, eran contratados como mineros u obreros. De esa forma surgió todo un ejército de mineros-agricultores, o de obreros industriales que, a su vez, no abandonaron sus tareas agrícolas, como sucedió, por ejemplo, con algunos trabajadores de la factoría de carburo cálcico de Explosivos Río Tinto de Guardo, en Palencia, alimentada por la antracita de minas cercanas.

Los orígenes del hullero

La peculiar forma de vida de esa época, a caballo entre los siglos XIX y XX, cuando en los pueblos que veían pasar al tren de La Robla seguían con un pie puesto en la parcela y otra en la mina, hace mucho que desapareció. Apenas si quedan minas en activo y las grandes industrias de otros tiempos también han cerrado, quedando en el paisaje la huella de su presencia en forma de ruinosos edificios y grandes escombreras, junto a la cicatriz metálica del ferrocarril y sus infraestructuras anejas como testigos de un tiempo de vertiginosos cambios.

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A finales del siglo XIX la creciente industria siderúrgica y metalúrgica vasca se encontraba hambrienta. Si deseaba seguir creciendo, tal y como estaba previsto, necesitaba un aporte de materias primas que, además de ser baratas, llegara por cauces seguros y rápidos. No había tal cosa, los precios del carbón se encarecían por culpa de transportes precarios y, sin carbón, era imposible elaborar el coque necesario para alimentar a los altos hornos. Si realmente Vizcaya deseaba competir con el resto de siderurgias europeas, se imponía encontrar una solución que fuera más allá de la importación de carbón británico o asturiano que llegaba a los silos de la siderúrgica, sin otro camino posible, por barco. Demasiado caro y peligroso, los graneleros no eran la solución para mantener un flujo de carbón barato y constante y, para colmo, el alza en los precios del mineral británico hacía incluso peligrar el futuro de la industria vasca. ¿Qué solución podría encontrarse? En realidad, la idea rondaba la cabeza de los empresarios del metal desde hacía mucho tiempo, pero no fue hasta que las cosas se pusieron realmente negras, como el propio carbón, con el incremento de los costes y precios del mineral hacia 1890, cuando la decisión fue tomada: el carbón entrarían en la siderurgia directamente desde las minas de León y Palencia.

Claro, sobre el papel era una idea genial. Una línea férrea uniría Castilla con la costa cantábrica, una solución elegante, sin duda. Otra cosa era llevarlo a cabo, porque en las tierras que iban a ser atravesadas por la vía prácticamente no había ninguna infraestructura de apoyo y, además, el trazado no era nada sencillo pues era necesario sortear ríos y montañas. La necesidad, no obstante, era lo suficientemente poderosa como para que cualquier dificultad que planteara el terreno fuera salvable. Había que hacerlo, y se hizo, con rapidez y eficacia. Del proyecto final se hizo cargo el ingeniero vasco Mariano Zuaznavar, que ya se había encargado anteriormente de dar vida al Canal Subterráneo de Orbó, una maravilla de la técnica del siglo XIX. El ingeniero presentó los detalles a las Cortes en 1889 y logró el apoyo económico de gran número de empresarios para llevar a buen fin las obras. Al contrario que en muchos de los grandes proyectos de la época, al contar Zuaznavar con capital más que de sobra para iniciar la ejecución de lo que tenía en mente, las obras avanzaron a la velocidad del rayo.

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Con un presupuesto que rondaba los 16 millones de pesetas, procedente sobre todo de empresarios vascos, recaudado a través de una emisión de acciones y otra de obligaciones, y con los pertinentes permisos del gobierno, el animado ingeniero se puso manos a la obra. Para ahorrar costes, se decidió acudir a un ancho de vía de un metro, lo que, andando el tiempo, ha conferido a la línea de La Robla su entrañable característica como ferrocarril de vía estrecha. En 1890 ya estaba toda la maquinaria en marcha y la empresa surgida del esfuerzo común, la Sociedad del Ferrocarril Hullero de La Robla a Valmasesa S.A., fue trazando el camino de hierro con presteza. De los altos hornos de Bilbao fueron saliendo las miles de toneladas de carriles necesarios para la obra, unos carriles que, poco tiempo después, iban a soportar el peso de los abigarrados transportes de carbón camino de los mismos altos hornos. En apenas cuatro años la vía quedó inaugurada, lo que supuso todo un triunfo de la determinación de la industria y del tesón de ingenieros y obreros. Aunque el coste final fue superior al estimado inicialmente, poco importaba, pues a partir de entonces la industria siderúrgica pudo contar con un aliado de primer orden, un camino seguro y barato con el que alimentarse de carbón directamente surgido de las entrañas de las minas castellanas.

Un camino tortuoso

El 11 de agosto de 1894 partió un tren de Vizcaya. Ese mismo día salió desde León otro ferrocarril y, en el punto medio del trazado, en tierras cántabras, los dos se unieron para inaugurar una nueva era. Con el tiempo, la línea se extendió hasta penetrar en Bilbao y, por el otro extremo, se construyó un ramal que enlazaba con León capital. Desde entonces, miles de vagones de mineral y pasajeros han recorrido las estribaciones de la cordillera cantábrica por su vertiente sur, en un paisaje donde pequeñas estaciones, de pintoresca factura, puentes de hierro y torres de agua para calmar la sed de las gigantescas locomotoras de vapor, fueron levantados por doquier. Lo que, en un principio, no era más que una arteria vital para que la siderurgia vasca pudiera mantenerse viva, fue tornando con rapidez en algo fundamental en las vidas de los montañeses. Gran número de industrias surgieron a la vera de la vía, convirtiendo a lo que antaño no fueron más que pueblecitos perdidos en el mapa, en centros industriales llenos de vida durante gran parte del siglo XX, como sucedió en Guardo o Cistierna, a la vez que nacían tradiciones de todo tipo asociadas al ferrocarril, como la olla ferroviaria, plato ideado por los ingeniosos maquinistas de antaño, quienes mantenían caliente su cocido gracias al calor de las calderas de las locomotoras con un puchero especialmente pensado para tal labor.

Como en cualquier curso vital, el ferrocarril de La Robla ha vivido buenos y malos tiempos. Al principio, y hasta que en 1905 la empresa que monopolizaba la vía pasó a denominarse Ferrocarriles de La Robla S.A., la demanda de mineral no alcanzaba las previsiones y, por ello, las cuentas amenazaban llevar a la ruina al propio Zuaznavar. A partir del citado 1905, cuando el ingeniero ya había abandonado la compañía, la situación mejoró mucho. Durante la Guerra Civil, la vía se convirtió en objetivo militar, con lo que, nuevamente, regresaron lo malos tiempos para el ferrocarril. La paralización del transporte de carbón durante el conflicto dio paso, al término de la contienda, a un nuevo impulso que no se detuvo hasta finales de los años cincuenta, cuando se alcanzó el récord de transporte de mineral, con más de 900.000 toneladas de carbón anuales, que se vio acompañado de otro tipo de transportes, como los areneros. Fue entonces cuando las viejas y sufridas máquinas de vapor fueron dando paso a las modernas y poderosas cabezas tractoras diésel, precisamente cuando la decadencia llamaba a las puertas.

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Año tras año la demanda de carbón por parte de la siderurgia vasca fue disminuyendo y, finalmente, la situación se hizo insostenible. La empresa gestora no pudo hacer frente a los planes de modernización en medio de un panorama decreciente en el transporte de mineral y la cada vez más competitiva entrada de carbones a la industria por carretera. Las perdidas hicieron que, en 1972, la empresa pública FEVE pasara a tomar el control del viejo hullero. A partir de ese momento, el parque de material y la propia vía fueron modernizándose, pero los viejos tiempos no regresarían nunca. El carbón dejó de fluir hasta Bilbao y el transporte de pasajeros no justificaba la existencia de una vía de costoso mantenimiento, ¿había llegado el fin? Cerca estuvo, y todavía se halla en peligro, pero el tiempo ha dado un respiro al ferrocarril de La Robla. En primer lugar, la demanda de carbón por parte de la central térmica de Velilla del Río Carrión, en Palencia, hace que ahora los transportes, aunque menos numerosos, surquen la vía en sentido contrario al que fue originalmente pensado. Hoy día el carbón, venido de lejanas tierras, se embarca en los puertos y llega a Guardo, donde parte un corto ramal para Velilla, camino de ser quemado en las entrañas de una gigantesca caldera para producir vapor y, de ahí, energía eléctrica, al contrario de como sucedía hace un siglo. Junto al carbón para la industria termoeléctrica, es el turismo la otra vía de salida para la anciana vía. Varias líneas de cercanías mantienen vivo el transporte de pasajeros entre León, Cistierna y Guardo, mientras que el antiguo Correo comunica Bilbao con León a diario. Por otra parte, viajeros románticos disfrutan en los veranos de lo que es considerado como todo un crucero, pero tierra adentro, viajando a bordo del lujosos Transcantábrico. Puede que, tras el ocaso final del carbón, llegue el día en que este testigo de la vida cotidiana en tres siglos de la montaña cantábrica se convierta en una referencia del turismo y el ocio de calidad o, al menos, así lo esperamos muchos.

De La Robla a Boñar: Impresiones de viaje

Antonio de Valbuena tuvo la suerte de ver nacer al Ferrocarril de La Robla, cosa que narra con especial emoción en una extensa crónica publicada en El Heraldo de Madrid el 23 de julio de 1892, de la que he seleccionado algunos fragmentos breves y representativos del sentir de la época con respecto al Hullero.

Hace muy pocos años que por primera vez se habló, como se habla de tantas cosas que no han de hacerse nunca, de un ferrocarril de vía estrecha que, partiendo de La Robla (en el de León a Gijón) terminara en Valmaseda, poniendo en comunicación directa con Bilbao la zona carbonífera de las provincias de León, Palencia y Burgos. Poco después de dijo que en Bilbao se estaba reuniendo el capital para emprender la obra, y todavía las gentes tenían el proyecto por sencillamente irrealizable; esto las más benévolas, pues no faltaba quien le creyera disparatado. Hará dos años empezaron las obras, y todavía muchos creían que la cosa no iba de veras, mientras otros creían que sí, que de veras iba, pero que tardaría en empezar a correr la máquina dos o tres lustros. ¡Había que pasar tantos ríos y cruzar tantas divisorias! Sin embargo, a los dos años de haber comenzado a trabajar están concluidos tres considerables trayectos, dos en las cabeceras y otro en el centro de la línea. (…) ¿Quién ha hecho el milagro? Ya lo verán ustedes. Acababa de llegar a León cuando supe que al día siguiente, el 13 de julio, entraría en Boñar la primera locomotora del ferrocarril de La Robla a Valmaseda, en la que irían con objeto de visitar las obras el Director de la vía y el Ingeniero jefe, acompañados del eximio geólogo D. Lucas Mallada y de algunos otros amigos. Invitado a formar parte de la reducida expedición acepté gustoso, y sin otro sacrificio que el de levantarme a las cuatro y media de la mañana, me encontré en la estación a la llegada del expreso del Noroeste, el que venían los indicados señores. Don Mariano Zuaznavar, inteligencia poderosa, iniciativa singular, fuerza de voluntad incomparable; cualidades todas que parecen como oscurecidas por su modestia y su finísimo trato, es el autor del pensamiento, el Director de la Compañía y el alma de la Empresa. Don Manuel Oráa, el ingeniero jefe, hombre reflexivo, de gran afición al estudio, puesta al servicio de un claro talento, tan amable y sencillo como sabio, es el que ha allanado todas las dificultades. A ello se debe el acierto y la rapidez con que se construye la línea en general. Pero concentrándonos en esta primera sección, que se extiende desde La Robla hasta Guardo, no hay manera de olvidar al jefe de ella, D. Julián Salguero, hombre de temple acerado, que parece haber resuelto el problema de vivir sin dormir y sin comer cuando el adelanto de las obras lo requiere. (…) Estos son los héroes de la gloriosa epopeya industrial, cuyo primer canto resuena ya por las pacíficas riberas del Torío, del Curueño y del Porma. (…) Las locomotoras, construidas con arreglo a los últimos adelantos, son de un poder casi igual a las de los ferrocarriles de vía ancha. (…) Los raíles son de acero, están hechos en Bilbao, en los Altos Hornos, y aunque parecen sencillos con relación al peso que han de soportar, tiene toda la resistencia necesaria, merced a la profusión de traviesas sobre las que van sentados, compensación feliz y hábilmente estudiada por los directores, que debieron decirse: ¿En este país es caro el hierro y la madera abunda? Pues economicemos hierro a costa de la madera. (…) Otra innovación digna de ser consignada es que las juntas de los raíles no están hechas como hasta ahora, sobre una traviesa, sino entre dos de éstas, al aire; de este modo, las cabezas de los raíles ceden momentáneamente por su elasticidad y no hay en este ferrocarril el molesto martilleo que en los otros producen las ruedas al pasar de un rail a otro. (…) Aunque los señores Zuaznavar y Oráa habían encargado que no se divulgara su viaje para que no se prepararan festejos, pues no se trataba de una inauguración, sino simplemente de una visita a las obras, la villa de Boñar, que se enteró la víspera, se propuso dar solemnidad al acontecimiento de la mejor manera posible, y en cuanto oyó los silbidos de la locomotora acudió a la estación en masa. (…) Nos sirvieron una comida que no parecía preparada de prisa en una villa de montaña, sino encargada con mucha anticipación y dispuesta con todo esmero, por algún acreditado fondista; en fin, que fue un verdadero banquete para setenta comensales. Sin embargo, todo se había hecho allí, todo se había dispuesto en pocas horas.
—No creía yo que esto había de estar tan bien —me decía al ver servir tantos manjares, y tan ordenadamente, un amigo que estaba a mi lado.
—Se conoce —le contesté yo— que estos de Boñar han querido demostrarnos que saben improvisar banquetes como el Sr. Zuaznavar improvisa ferrocarriles…