Del átomo a la silla eléctrica

En 1949 el desequilibrio atómico sufrió un final inesperado. Hasta ese año la única gran superpotencia atómica del planeta Tierra eran los Estados Unidos. Ningún otro país poseía armas nucleares ni tan siquiera la tecnología para construirlas, a excepción de los británicos, que podían también considerarse por afinidad con los norteamericanos como miembros del exclusivo club atómico.

La atmósfera de nuestro mundo se vio turbada en septiembre de ese año. Los aviones de reconocimiento habían detectado una extraña radiación inexplicable y la tensión reinaba en los centros de mando aliados. La única posibilidad era que la Unión Soviética hubiera desarrollado la bomba, pero esa era una idea de locos. La opinión general de los especialistas era que los rusos tardarían décadas en construir su propio arsenal nuclear, dado el estado de su economía y tecnología tras la Segunda Guerra Mundial.

La confirmación por parte soviética de la detonación en pruebas de su primera bomba atómica dejó atónitos a todos los occidentales. El mundo entró a partir de entonces en la fase más peligrosa de la Guerra Fría, el periodo de locura nuclear bajo la amenaza de la aniquilación mutua. El terror nuclear duró unos cuarenta años y, aunque las tensiones se han moderado, sigue habiendo en nuestra querida Tierra miles de engendros atómicos esperando su mortal destino.

Las cosas estaban muy claras aquel otoño de 1949, alguien se había ido de la lengua. Un espía había proporcionado datos sobre los planes atómicos británicos y americanos a los rusos, ahorrando a éstos muchos años de pruebas y ensayos muy costosos. Interceptando mensajes entre delegados soviéticos en Nueva York y sus superiores en Moscú, los servicios de espionaje aliados dieron con el presunto traidor. Se trataba del científico Klaus Fuch, miembro del equipo atómico británico y de origen alemán. Fuch fue arrestado en 1950, cuando se encontraba en Londres. Condenado por traición, fue sentenciado a pasar catorce años en prisión. Tanto los ficheros de la inteligencia británica como los del F.B.I. sobre este caso siguen, en gran parte, bajo el más estricto secreto.

Nacido en 1911, Fuch era hijo de un pastor protestante alemán. La educación recibida de éste hizo de Klaus alguien que siempre se guió por la conciencia propia, no por la imposición de normas autoritarias. Durante su época de estudiante se aproximó ideológicamente al comunismo, dado su odio a los nazis esa opción le pareció lo más radicalmente opuesto a ellos. Esa ideología le trajo muchas desgracias entre insultos y palizas de sus compañeros de extrema derecha. Con la llegada de Hitler al poder en 1933, Alemania dejó de ser un lugar seguro para Fuch, debiendo permanecer escondido y en permanente huida de los sabuesos nazis. Tras varias escapadas por Europa, dio el salto desde París a Bristol. Una vez en Inglaterra el joven científico logró un puesto de estudiante investigador. Tras pasar por varios prestigiosos laboratorios fue detenido en 1940, junto con cualquier científico procedente de Alemania o algún país de la esfera germánica bajo la sospecha de colaborar con los nazis.

Aquella medida fue de lo más radical, no se investigó a los detenidos hasta haberlos apresado. Todos los científicos germanos que trabajaran en Gran Bretaña o en algunas partes de los Estados Unidos fueron apresados para «verificar» su lealtad. Casi todos ellos odiaban profundamente a Hitler y habían llegado a tierras británicas o americanas huyendo precisamente del dictador. La medida política de las detenciones hizo mucho daño a su confianza.

Los trabajos para conseguir la fisión nuclear se iniciaron en 1940, siendo Fuch uno de sus protagonistas como ayudante de uno de los equipos pioneros, el de Rudolf Peierls. Nada más conocer el objetivo de los trabajos, Fuch informó a sus amigos comunistas, Moscú no tardó en conocer el gran secreto. El científico, como todos los implicados en el esfuerzo de la bomba, había firmado de forma voluntaria el Acta de Secretos Oficiales por el que estaba obligado a no dar a conocer ningún aspecto del proyecto a nadie no autorizado por sus superiores. Por si esto fuera poco, acababa de solicitar la nacionalidad británica, con lo que sus contactos comunistas lo convirtieron automáticamente en «traidor al Imperio.» El idealismo de Fuch le hizo compartir los secretos con los rusos por propia voluntad, aunque si hubiera conocido las atrocidades cometidas por Stalin seguramente se lo hubiera pensado dos veces. La capacidad como científico de Fuch era tan excepcional que, utilizando su gran memoria, pudo facilitar a los soviéticos los datos necesarios con los que poder obtener material fisionable para sus bombas. Lo que americanos y británicos habían tardado años en desarrollar, los rusos lo consiguieron en pocos meses gracias a Fuch. Mientras trabajó en el archisecreto Laboratorio de Los Álamos, logró continuar con su labor de filtración. El general Groves, responsable de la seguridad del gran emporio americano, era tan paranoico con la seguridad que siempre estaba registrándolo todo y se mostraba inseguro, pensaba que espías japoneses y alemanes se habían infiltrado en los equipos.

Poco imaginaba él que la «amenaza» real provenía de un joven aliado de los soviéticos. Como estampas propias de las novelas de espías, Fuch introducía descaradamente copias de documentos secretos en su automóvil para, tras sobrepasar los controles con total impunidad, entregarselos a un agente ruso en el pueblo más cercano. Nunca despertó la más mínimas sospechas entre sus compañeros o entre los miembros del equipo de seguridad del general Groves.

De regreso a Gran Bretaña se le encomendó formar parte del equipo de la bomba para ese país. Los informes que tenía que redactar para los políticos eran conocidos antes por los rusos que por los propios burócratas ingleses. Su acceso a todos los secretos atómicos era total, de ahí la sorpresa de los agentes de inteligencia cuando su nombre salió a relucir en las transmisiones soviéticas. Los políticos buscaron culpables, ¿cómo era posible que un agente comunista hubiera sido puesto al cargo del programa nuclear británico? Informes de la Gestapo indicaron que Fuch era comunista, pero en Inglaterra no lo creyeron porque en aquellos años todo el contrario a los nazis era declarado comunista por éstos.

Cabría pensar que Fuch llevó su militancia en secreto, pero eso tampoco fue así. El investigador siempre opinaba abiertamente sobre temas políticos con sus amigos y colegas, todos sabían de sus simpatías con el partido comunista. El aspecto más sobresaliente del caso Fuch es que nunca sintió estar realizando una acción ilegal, a pesar incluso de los papeles firmados obligando guardar silencio. Mientras declaraba en el juicio creyó que sus acciones no serían reprobadas, su conciencia estaba tranquila. El carácter de aquel extraño hombre siempre ha resultado misterioso. Dicen que nunca reía, no tenía amigos íntimos y los temas sexuales no existían en su mente. Hay quien piensa que ese carácter reservado en exceso fue provocado por su intención de guardar el secreto, aunque hablaba abiertamente sobre el comunismo y su simpatía prorusa. No se sabe con certeza cuánto ahorró a los científicos soviéticos el gesto gratuito de Fuch. El «traidor» salió de la cárcel en 1959, vivió como un ciudadano normal en la Alemania Oriental y falleció en 1987. Nunca relató a los periodistas detalles de sus actividades ilegales, lo que sí comentó poco antes de morir fue su creciente desencanto con la política soviética y la nostalgia de la vida occidental.

Fuch sobrevivió a su odisea de espía, otros no tuvieron tanta suerte. Julius y Ethel Rosemberg pasaron dos años en el corredor de la muerte, acusados de pasar secretos atómicos a los rusos, fueron ejecutados en la silla eléctrica. Al atardecer del 19 de junio de 1953 todo Nueva York esperaba que la pareja fuera ejecutada en una de las cárceles de la ciudad, los agentes del F.B.I. esperaron en vano que Julius y su esposa confesaran su trama de espionaje, mientras miles de personas se manifestaban para salvar sus vidas y otros tantos para que fueran eliminados por traidores. Esa misma noche la pareja murió en la silla eléctrica, tras manifestar su inocencia. J. Edgar Hoover, el paranoico director del F.B.I., se alegró mucho con la muerte de aquellos dos desdichados. Para el todopoderoso «jefe» no había dudas de que Julius y Ethel habían ayudado a los rusos en la consecución de la bomba atómica, traicionando a América, merecían morir por ello. Fueron las únicas personas ejecutadas en Estados Unidos por espionaje en tiempos de paz.

Los dos protagonistas de este caso pertenecían a familias humildes surgidas del East Side neoyorquino. Julius cursó estudios de ingeniería y se aproximó a las posturas comunistas para luchar contra el racismo y la segregación de clase en la América de la depresión. Ethel, por su parte, malvivía trabajando en las oficinas de una compañía naviera, de donde fue despedida por organizar una huelga de mujeres, aunque sus reivindicaciones fueron apoyadas por varios organismos públicos. Julius y Ethel se casaron en 1939, fueron definitivamente almas gemelas hasta la muerte. Tras una breve pertenencia al partido comunista, abandonaron sus filas, pero ese estigma les persiguió por siempre, era la época de la «caza de brujas», la persecución implacable en Norteamérica de cualquier filocomunista, «ememigo del estado».

¿Había pruebas de importancia que incriminaran a los Rosemberg? Según la fiscalía, la pareja había formado toda una red de espionaje para los rusos en los Estados Unidos, facilitaron el trabajo de Fuch y vendieron muchos secretos nucleares a los rusos. Varios amigos de los Rosemberg les incriminaron, seguramente más para salvarse ellos mismos que por motivos reales. El caso fue tomando la forma de una bola de nieve, varios amigos de Julius fueron detenidos por actividades subversivas, y todos acusaron al matrimonio de ser los jefes de la red espía. A pesar de la obstinada defensa de Julius mostrando su inocencia y aclamando ser víctima de una conspiración, el veredicto fue de culpabilidad. Durante los dos años siguientes la odisea de los Rosemberg ocupó los periódicos de medio mundo.

Antes y después de la ejecución se levantaron voces de muchos científicos del proyecto Manhattan y de intelectuales de todo el planeta convencidos de la inocencia del matrimonio. Muchos documentos sobre el caso siguen en el más estricto de los secretos, pero la opinión general hoy es la de que aquel caso sólo sirvió para ofrecer unas víctimas adecuadas para apaciguar al encolerizado pueblo americano tras la traición de Fuch. Los Rosemberg posiblemente murieron sólo para servir como excusa políticamente adecuada a la ineptitud de los responsables del programa nuclear aliado.