El locomóvil Castilla, primer vehículo de vapor que circuló por las carreteras españolas

Versión para TecOb del artículo que publiqué en la revista Historia de Iberia Vieja, edición de marzo de 2014.

Locomotora para carreteras. El lunes último 4, a las cuatro de la tarde, salió de la casa-taller de la compañía que piensa explotar esta, por decirlo así, nueva aplicación del vapor, la locomotora Castilla restaurada de su viaje de Valladolid a esta corte. Sin embargo, de la reserva con que los dueños de este aparato preparaban la sorpresa de presentar su locomotora atravesando por el centro de la capital, una inmensa concurrencia ocupaba todo el trayecto que la máquina debía recorrer, siendo infinitos los que llevaron su entusiasmo o curiosidad hasta ir a verla salir de la referida casa-taller, situada en la plazoleta del puente de Segovia. Grande hemos dicho que era la curiosidad, pero inmenso fue el entusiasmo que produjo su majestuosa marcha, al par que dócil; pues se la vio obedecer como pudiera haberlo verificado el más maestro caballo de silla a los impulsos que la entendida mano del joven ingeniero español Ribera comunicaba a la rueda que transmite el movimiento directivo a todo el juego delantero.

El Museo Universal, Madrid, 10 de marzo de 1861.

Una aventura sorprendente

En ocasiones las más asombrosas historias terminan por caer en el más profundo de los olvidos. No importa que en su tiempo alcanzaran gran predicamento, el tiempo es una losa que acaba por sepultar incluso aventuras tan increíbles como la del locomóvil Castilla. Y así, olvidado por completo, hubiera permanecido si no hubiera sido por la monografía que en el año 2003 apareció publicada precisamente con el título La aventura del Castilla, el primer vehículo de vapor que circuló por las carreteras españolas, de la mano de Nicolás García Tapia y Juan Antonio Cano García. Lo que descubrieron y rescataron de las brumas del tiempo iba más allá de lo anecdótico, he aquí un esbozo de lo que pudo contemplarse en los caminos del norte español allá por el lejano año de 1860.

locomovil_castilla_1861

Viajemos a mediados del siglo XIX. El ferrocarril se mostraba como el transporte del futuro. Media Europa hacía planes para desarrollar densas líneas para que los trenes circularan por doquier y, sin embargo, no se pensaba mucho en las carreteras o, más bien, caminos. ¿Quién iba a ser el loco de pensar en moverse con máquinas sobre pedregosos barrizales sin asfaltar? Había buenos tramos en los caminos, pero muchos otros eran una pesadilla. Las vías férreas eran la solución, salvo para los aventureros que viajaban en locomóvil. Los locomóviles eran automóviles movidos por la fuerza del vapor, auténticas locomotoras para carreteras. Fueron, sin duda, los primeros “coches” que circularon. Desde las primeras décadas de ese siglo se vieron incluso algunas líneas de transporte que empleaban locomóviles en Inglaterra o Francia, pero nunca pudieron competir con las diligencias tradicionales ni con el ferrocarril. Sin embargo, aquellos románticos esfuerzos por construir vehículos autónomos capaces de recorrer caminos a voluntad fueron los auténticos heraldos de lo que un siglo más tarde se convirtió en la edad del automóvil.

Eso sucedía en Europa, claro, donde el locomóvil intentaba competir con los ya bastante extendidos medios ferroviarios pero, en España, todo estaba en pañales. Hacia 1860 ni siquiera el ferrocarril había despegado, por ello sorprende enormemente que un aventurero soñador como fue Pedro de Ribera se empeñara en circular por los caminos, entre Valladolid y Madrid, a bordo de un primitivo automóvil, el locomóvil Castilla, una máquina adquirida en Inglaterra que llegó a nuestras tierras para sembrar el asombro allá por donde circulaba.

Los locomóviles

Queda claro que un locomóvil venía a ser una máquina para transporte similar a una locomotora pero pensada para circular por caminos y carreteras, no por raíles. Su utilidad se encontraba, precisamente, en los problemas que los ferrocarriles comenzaban a crear. Aquellos lugares a los que llegaba el camino de hierro, carísimo de construir, se convertían en auténticos oasis de desarrollo. Por el contrario, allá donde los trenes no iban a llegar, pasaban a ser islas olvidadas. Construir vía era caro, ciertamente, y por ello no se podía tejer la trama de vías en todas partes. Para mantener comunicadas esas islas olvidadas por el ferrocarril se pensó en algo mejor que una diligencia, así pues, serían los locomóviles los ferrocarriles que darían vida a líneas de comunicaciones interiores allá donde el tren no se acercaba.

Nunca lograron su objetivo, pero se puso mucho empeño en intentar lograrlo. Los locomóviles eran vistos como la evolución lógica del coche de caballos, capaces de moverse con agilidad por los caminos tal y como sucede hoy con las líneas de autobús, por ejemplo. Ya se empleaban grandes máquinas de vapor en algunas tareas agrarias y como maquinaria en la construcción de caminos pero el peso de esos monstruos hacía que prácticamente ninguna carretera pudiera soportar el tránsito de algo así. En 1846 el locomóvil de James Boydell había intentado superar el problema del peso de la máquina con ingenioso sistema que iba “colocando” pequeños raíles al paso de las ruedas, retirándolos al paso de las mismas. Era algo así como un tren que autocontenía su propia vía, por lo que fue conocido como el “ferrocarril sin fin”. Aunque esas máquinas llegaron a tener cierto éxito, y fueron incluso precursoras de los tanques de guerra, tenían graves problemas a la hora maniobrar.

El locomóvil Castilla

En pleno auge de los locomóviles en Europa, fue enviado a Gran Bretaña un joven e idealista ingeniero español que atendía al nombre de Pedro de Ribera. Allí, estudió con detalle los diversos tipos de locomóvil existentes, todo ello con la intención de importar un modelo válido para los caminos españoles. Por desgracia, es muy poco lo que se conoce de Pedro de Ribera al margen de su labor técnica y profesional. Parece ser que era originario de Tortosa, en Tarragona, pero poco más datos biográficos han llegado hasta nuestros días.

Una vez elegido el modelo de locomóvil ideal, Pedro organizó el transporte de una de esas máquinas desde Inglaterra hasta el puerto de Santander. Corría el mes de octubre de 1860 y, una vez con el ingenio en tierra, quedaba un problema que solucionar, a saber, ¿cómo llegar hasta Madrid? Vale, era un locomóvil ¿no es así? Pues, en ese caso, no habría más que circular con él por caminos y asunto solucionado. Pero la realidad era tozuda y los caminos cántabros no eran nada adecuados para acoger a un monstruo de metal como aquella máquina, por ellos circulaban infinidad de carruajes y la aventura parecía demasiado peligrosa.

Se decidió transportar al locomóvil por ferrocarril hasta Valladolid. La llegada de esta novedad a la capital castellana fue todo un acontecimiento. ¡Una locomotora para caminos! ¿Qué locura era aquella? En Valladolid, desembarcó la extraña máquina, reluciente al sol, orgullosa podría decirse, tanto como se mostraba el propio Pedro de Ribera. Allí estaba, lista para su gran aventura, una máquina dotada de una armadura de hierro, con una gran caldera horizontal y varios juegos de ruedas, que mostraba en su lateral el nombre con el que había sido llamada: Castilla. Las ruedas eran de metal, pero sin el sistema de “ferrocarril sin fin”. Los dos juegos de ruedas posteriores, con más de dos metros de diámetro cada una, poseían tracción ajustable dependiendo de las condiciones del camino. En la parte posterior de la máquina se hallaban los depósitos de agua y carbón, así como el espacio en el que viajaban dos operarios que alimentaban la caldera. En el frontal se localizaba todo un “puente de mando”, con dos ruedas más pequeñas y una especie de timón que permitía guiar la máquina a voluntad. La máquina de vapor era idéntica a la presente en una locomotora convencional, pero para evitar desastrosas consecuencias llevaba instalada una reductora de potencia que impedía que el monstruo saliera poco menos que saltando sin control.

Las prestaciones puede que no nos parezcan gran cosa hoy día pues con apenas una potencia de 12 CV y una velocidad en llano de unos 10 kilómetros por hora, no se podía decir que fuera un rayo. Sin embargo, para las condiciones del terreno y, sobre todo por seguridad, aquello era toda una hazaña. Además, el ingenio tenía una capacidad de arrastre de carga sorprendente: ¡hasta 20 toneladas! Ningún transporte animal podía competir con aquello. Y, precisamente, la idea era establecer rutas de transporte de materiales pesados, más que de pasajeros.

De Valladolid a Madrid

El objetivo final del Castilla era Madrid, ahora bien, había que probar la máquina con cuidado antes de emprender el viaje. Por ello, fueron las calles de Valladolid las primeras que vieron circular en España a un automóvil. Las primeras pruebas, tras montar la máquina, partieron de la estación de ferrocarril, por el borde exterior de la ciudad, hasta la dársena del Canal de Castilla y, de ahí, hasta Zaratán. Los ensayos posteriores se llevaron a cabo desde el Canal, pues la concesionaria de explotación de esa vía de comunicación estaba muy interesada en conseguir un locomóvil para mover grano entre las barcazas y los almacenes.

Finalmente, a las tres de la tarde del día 30 de octubre de 1860, el Castilla comenzó a circular hacia Madrid. Ante Pedro de Ribera y sus compañeros de viaje se extendía una complicada ruta de más de 250 kilómetros que tardaron dieciocho días en recorrer. Las carreteras castellanas se encontraban en un estado bastante bueno, mucho mejores que las montañesas por las que inicialmente habían pensado circular desde Santander. La ruta elegida recorría importantes villas como Rueda, Medina del Campo o Arévalo, cosa que no se hacía por capricho. Se trataba de grandes centros de economía agraria en los que se pretendía conseguir clientes para el locomóvil, pensando en el transporte de materiales en condiciones mucho más ventajosas a como se hacía con la tradicional tracción animal. Por otra parte, la ruta estaba pensada para seguir en lo posible paralela al ferrocarril, con el objeto de tener cerca suministro de carbón cuando fuera necesario.

La ruta por tierras castellanas no supuso ningún problema, la máquina se comportó de manera magnífica pero, claro está, eran terrenos relativamente llanos. ¿Qué sucedería al llegar a los valles y sierras de Guadarrama? No había túneles, ni caminos fáciles, la barrera parecía peligrosa. Para complicar más el panorama, nunca se había intentado nada parecido. En Inglaterra o Francia todas las rutas de transporte con locomóvil circulaban por llanura, ¿qué sucedería al enfrentarse a terribles desniveles en carreteras de montaña? Pero no hubo grandes contratiempos, el locomóvil Castilla superó la gran barrera y, el 18 de noviembre de 1860, cayendo la tarde, los madrileños pudieron contemplar asombrados cómo una rugiente bestia de metal entraba en la Corte cruzando la puerta de Segovia. Misión cumplida, el viaje había sido un éxito. Y, así, el primer automóvil que circuló por Madrid, completó a lo largo de las últimas semanas de 1860 y las primeras del año siguiente diversas rutas de prueba, asombrando nuevamente a los madrileños. Cada vez con más osadía, llegó a aumentar su velocidad en esas rutas, dejando atrás a los carruajes.

locomovil_p_alfonso_1862

El locomóvil de Pedro de Ribera fue visto de nuevo en Asturias, hacia 1862, donde realizó pruebas de transporte de carbón. Más tarde, el inquieto ingeniero alumbró en Madrid una segunda máquina, montada con piezas que había traído de Inglaterra y con modificaciones personales surgidas de la experiencia del viaje desde Valladolid. Ese locomóvil, llamado Príncipe Alfonso, en honor del futuro Alfonso XII, contenía gran cantidad de innovaciones únicas. Sin embargo, pese a haber realizado pruebas de todo tipo y de no haber sufrido contratiempos de mención en todos sus viajes con los locomóviles, Ribera no logró el éxito que esperaba. Sí, al pasar por calles y pueblos todo era admiración y asombro, pero los industriales de la época no estaban tan convencidos y no logró contratos para transporte de materiales pesados. Así, nuestro genial visionario decidió abandonar la aventura del locomóvil para llevar una vida más tranquila pero muy exitosa en el sector del ferrocarril. Sus “locuras” mecánicas de juventud se olvidaron pronto, tanto que hubo de pasar más de un siglo y medio para que fueran recuperadas, en una época en la que los automóviles se han convertido en los auténticos dueños del paisaje urbano y de las carreteras, un futuro con el que Pedro de Ribera soñó cuando surcaba los caminos castellanos a bordo de su rugiente fiera de metal y vapor.