La imagen de la muerte

En ocasiones veo muertos… Esta frasecita, que procediendo de cierta película ha terminado por formar parte de mil y un chistes, a veces puede aplicarse a la vida real sin ningún problema. No me refiero a ver fantasmas o espíritus, nada de eso, aludo simplemente al hecho de contemplar un cadáver. Tarde o temprano, todo el mundo se encuentra ante un cuerpo muerto, da igual cómo se intente esquivar la situación, el caso es que ya sea en un tanatorio, un velatorio «clásico» o un funeral de lo más «aséptico», raro es el ser humano que no se encuentra, frente a frente, con la carcasa vacía de lo que, anteriormente, era un ser humano vivo. Naturalmente, no es lo mismo contemplar los restos de un cualquiera –incluso con el respeto inherente que la situación tiene– que asistir al mismo hecho referido a un amigo, familiar o conocido.

Recuerdo las primeras veces que estuve ante un cadáver. La situación ha formado parte de una curiosa mezcla de pesar, fascinación, incluso morbo, misterio… desde la noche de los tiempos. Me vienen a la memoria escenas típicas de pequeños pueblos castellanos en los que la muerte todavía era algo que no se deseaba purgar, era considerado algo tan natural como cualquier escena de la vida cotidiana. Lejos de la actual y generalizada tendencia a alejar en lo posible de las ciudades y de la vida ordinaria cualquier cosa que tenga que ver con la vieja dama de la guadaña, rememoro aquellos días en que, siendo muy pequeño todavía, los niños y los adultos se congregaban alrededor del lecho de muerte de un pariente, un vecino o un conocido, contemplanto aquel cuerpo amortajado tendido en la cama, vestido con su traje o vestido de los domingos a la espera del ataud. Luego, durante toda la noche, nadie dormía, entre rezos y velas encendidas lanzando al techo juegos de luces y sombras, los lugareños comentaban hechos de la vida de la persona fallecida, se hacían eco de sus propias dolencias o recordaban a parientes ya desaparecidos hacía mucho tiempo o de los que no se sabía nada desde hacía años.

El cadáver, como elemento central de una especie de liturgia, como punto focal de una reunión social que servía para que vecinos y parientes compartieran durante una noche la casa del finado recordando, rezando y, muchas veces, limando asperezas que de otro modo hubieran discurrido por otro camino, forma parte de esos recuerdos cincelados entre aquellas velas que iluminaron esas noches castellanas. Son curiosos detalles los que ahora me llaman la atención y no dejan de ser intrascendentes, pero me resultan muy llamativos. Un ataud colocado sobre las sillas de un salón, unas sillas y una estancia que habitualmente eran utilizados por los habitantes de la casa a la hora de las comidas. El hecho de abrir una vieja tumba, de hacía décadas, con cuidado para no hundir el ataud que habitaba en la profundidad del suelo y ver que, pese a todo, las frágiles tablas de lo que un día fue sólida madera, se deshacían al simple contacto con el aire para dejar a la vista un esqueleto que, para no ser menos que la madera, también se desmoronaba al recibir el saludo del aire y la luz. Una tumba donde, ahora, iban a enterrar, junto a los añejos restos, un nuevo ataud, el del hijo de aquel que falleció hace tanto tiempo y que ahora era el llorado abuelo de unos nietos que estaban camino de olvidar las tradiciones del pueblo para trasmutarse en seres urbanos viviendo en un ambiente que repudia todo lo que la muerte pueda suponer.

Muchos años después, las horas pasadas en la sala de disección de un departamento de anatomía universitario, al estudiar cadáveres cuidadosamente conservados, fragmentos de cuerpos otrora llenos de vida, huesos preparados para aprender el lugar de inserción de los tendones, cabezas seccionadas sagitalmente y conservadas en recipientes de formol desde tiempo inmemorial… hacen que, cuando el elemento emocional desaparece dado que no se tiene un vínculo de ningún tipo con los que en otro tiempo fueron los moradores de aquellos cuerpos, uno se ponga a contemplar la imagen de la muerte desde un punto de vista meramente científico y, a veces, artístico. De hecho, el arte del dibujo anatómico ha sido durante siglos uno de los aliados más destacados de la ciencia médica. En soledad, saturado el olfato con el picante y penetrante olor del formol, el silencio de las tardes en penumbra tras los ventanales de la sala de disección era interrumpido de vez en cuando por el sonido del pasar de las hojas de un manual del anatomía humana –recuerdo con cariño uno que conservo con cuidado, los dos volúmenes de una edición del Latarjet-Ruiz Liard de principios de los noventa– o por el crepitar espontáneo y rumoroso, apenas audible, que a veces surgía del interior de alguno de los cadáveres.

La huida que el mundo occidental actual pretende realizar para alejarse de la imagen de la muerte, no siempre ha sido una constante por estas tierras. Además de las escenas tradicionales de los velatorios «clásicos», hubo un tiempo en que la fotografía sirvió para preservar la única imagen que era conservada de un ser querido ya fallecido. Era la época en que estaba de moda la fotografía post-mortem. De las últimas décadas del siglo XIX hasta los comienzos del siglo XX, era práctica nada inusual el que, ante la muerte de personas «en la flor de la vida» y, sobre todo, de niños pequeños e incluso bebés, se realizaran fotografías de sus cadáveres, adornados, retocados para parecer dormidos, con el objeto de tener, de ese modo, un recuerdo del finado. La fotografía era muy cara en aquellos años, con lo que muchas familias sólo tenían algunas fotos de sus parientes tomadas, precisamente, al poco de su muerte como último recurso para preservar su memoria. Además, era técnicamente más sencillo fotografiar a un cadáver que a un vivo pues los tiempos de exposición necesarios eran tan amplios que nada mejor que un cuerpo muerto como objeto de captura porque, naturalmente, no iba a moverse lo más mínimo durante el tiempo que durara la toma. De esta forma muchos fotógrafos se convirtieron en expertos retratando a personas recién fallecidas. Era también usual que, cuando una familia se hacía un retrato, a los miembros vivos se uniera una mesilla, que ocupaba un lugar importante en la foto, sobre la que se habían depositado los retratos post-mortem que se habían tomado con el paso de los años. Era una manera de mantener a la familia «unida».

Había pensado en incluir en este artículo algún ejemplo de fotografía post-mortem de aquella época como medio ideal para ilustrar lo que llegó a ser un fenómeno muy extendido en Europa y América pero, como sé de buena tinta que hay muchas personas a las que este tipo de imágenes pueden impresionar, creo que lo más lógico será ofrecer unos enlaces a colecciones que recogen interesantes muestras de aquel «arte»:

Introducción a la fotografía post-mortem
La Fotografía Post-mortem en el Perú del siglo XIX
The Last Look. Post-Mortem photography in Europe