La pasión de Planck

La ciencia actual realiza descubrimientos y crea teorías tan apartadas de la experiencia cotidiana que la hacen aparecer con cierto aire de misterio, casi magia. Aunque esto no es nada comparado con el pasmo que la nueva física dejó en nuestros antepasados, cuando se producían hallazgos asombrosos cada varios años.

A partir de finales del siglo XX la velocidad del desarrollo científico se ha acelerado tanto que se ha multiplicado nuestro conocimiento por un factor gigantesco. No hay más que pensar en la astronomía. Desde que existen sondas espaciales, sólo hace cuarenta años, se han realizado más descubrimientos en el universo que todos los que se hicieron en todo el resto de la historia.

La gente comienza a desapasionarse y ya casi nada le extrañan los avances científicos. Esto debieron pensar, no sólo la gente sino los científicos mismos, cuando nació la Mecánica Cuántica, la teoría más extraña que uno se pueda imaginar, que ha sido comprobada hasta la saciedad y de la que se han derivado muchas aplicaciones. Pero no por ello deja de contradecir nuestra «experiencia» diaria. Explicar cuestiones de la mecánica cuántica es muy difícil. Esa construcción de la ciencia, que describe el funcionamiento del micromundo, de lo infinitamente pequeño, el reino de los átomos y las partículas subatómicas, ha posibilitado la creación de muchos de los aparatos que todos utilizamos. Desde los televisores a los ordenadores, los circuitos se rigen por las leyes de la cuántica, unas normas que parecen surgidas del universo soñado de Alicia en el País de las Maravillas.

Porque la cuántica nos dice que los objetos y hechos que estudia no existan hasta que son observados, que el mero hecho de observarlos crea distorsión en ellos, que no se puede establecer con absoluta certeza dónde o qué velocidad tienen. Es el mundo de las probabilidades, de las sutilezas y de las fórmulas matemáticas de endiablada complejidad. Ese mundo tuvo sus pioneros, protagonistas incrédulos con su propia obra que abrieron caminos nunca imaginados.

Todo esto comenzó en la mente de un hombre, Max Planck, un ser atormentado durante gran parte de su vida. El iniciador de la teoría cuántica nació en Kiel por el año 1858, entonces esa población formaba parte de Dinamarca. Su sentimiento más profundo lo tuvo para Alemania, país al que pasó a formar parte su tierra natal. El nacionalismo creció en su interior tras la guerra franco-prusiana, en la que murió su hermano mayor. A partir de entonces apoyó la política germánica, incluso en sus momentos más despiadados, claro que en aquellos tiempos esa aptitud era de lo más honorable. Como los estudios se le daban muy bien tuvo problemas a la hora de elegir a qué dedicarse. Su indecisión se centró en si amaba más la literatura y los clásicos o la ciencia. Finalmente decidió convertirse en físico, a lo que un importante profesor le hizo una profunda advertencia: no quedaba ya nada importante que descubrir en ese campo.

Y pareció tener razón, porque hasta que no alcanzó más de cuarenta años no encontró Planck nada que indicara el cambio radical que se aproximaba. Sin desear ser un revolucionario, modificó toda la ciencia posterior.

En varias décadas de trabajo no había producido ninguna obra de interés real, sólo una serie de tratados convencionales y anodinos. Tras la Primera Guerra Mundial la Alemania conocida y querida por Planck se hundió. Perdido el conflicto, la monarquía se desintegró y llegó la república, ante las narices del sorprendido servidor del Imperio. La física también «traicionó» su preconcebida forma de ver la realidad. Pocos años antes de la crisis de 1918 había realizado Planck su mayor descubrimiento. Era el último año del siglo XIX y la ciencia se mostraba como un armazón sólido, sobre todo en cuanto a la física se trataba. La nueva centuria prometía nuevos descubrimientos excitantes, a los que Planck contribuiría de una forma casi inconsciente y puede afirmarse que en contra de su voluntad. Un problema que preocupaba a los físicos alemanes desde hacía años era el relacionado con la intensidad de la radiación emitida por un cuerpo negro caliente. Las fórmulas de Wien, que describían el experimento, se ajustaban a la perfección con la física conocida. La realidad, tozuda como siempre, arrojaba cada vez que se realizaba el experimento valores muy diferentes a los de las fórmulas. Algo fallaba y nadie sabía qué era.

El voluntarioso Planck modificó las fórmulas para que encajaran con las observaciones, pero no se quedó ahí su esfuerzo. El físico llevaba varios años tratando de crear una teoría que explicara de forma respetuosa con las observaciones, la interacción de la materia con la radiación. El trabajo no avanzaba y sus colegas estaban igualmente empantanados. Sólo una forma de pensar diferente hizo ver la luz a Planck. Todos los demás físicos se ciñeron a los modelos establecidos, sin embargo Max, al borde de la frustración por no ver ningún progreso, cambió de forma radical sus planteamientos… y las fórmulas encajaron de verdad. Se consideraba que la radiación se transmitía de forma continua o, como mucho, en forma oscilante. Esas dos posturas no tenían salida, eran incapaces de explicar los experimentos. La revolución de Planck fue proponer que las radiaciones se transmiten, no de forma continua, sino en forma de «paquetes» de energía, no continuos. Esos componentes de la energía fueron llamados «cuantos», el origen de la mecánica cuántica, una de cuyas constantes fundamentales lleva el nombre de su creador: constante de Planck.

La idea era tan original que nadie la creyó, ni el mismo Max, pues entraba en conflicto con todas las leyes conocidas de la física. Nadie se dio cuenta de la importancia de aquel descubrimiento, hasta que pocos años después llegó Einstein y, utilizando los «cuantos», revolucionó el mundo. Cuando las implicaciones del descubrimiento llegaron a cristalizar en la mente de Planck, el hasta entonces gris profesor se convirtió en un luchador por buscar una nueva manera de pensar en la ciencia. Eso le valió muchas enemistades con filósofos e investigadores de muchas ramas. A pesar de que la radicalidad del pensamiento de Einstein era discutida por Max, éste ofreció al genio de la relatividad un puesto en Berlin. Todos los que trabajaron con Planck estaban de acuerdo en que se trataba de una de las mejores personas que conocieron: modesto, íntegro, inteligente y afable.

El punto negro en la vida de Planck era su ingenuidad política. A pesar de los informes sobre atrocidades cometidas por los alemanes en Bélgica durante la Gran Guerra, el gran físico nunca los creyó. Su fe estaba en Alemania, incluso cuando Hitler llegó al poder. Einstein se instaló en Estados Unidos, avisando sobre el peligro nazi, pero el viejo Max no entendió al joven Albert y se sintió traicionado. Aun así, criticando todas las conferencias de Einstein en América, Planck seguía considerándole como el mayor genio de su época. Por mucho amor a la patria que tuviera, los crímenes nazis hicieron ensombrecer el alma del padre de la cuántica. La tragedia quiso afirmar ese sentimiento trágico de una forma macabra. Su hijo mayor, Karl, murió en la Gran Guerra. Sus dos hijas fallecieron durante el parto y el único superviviente, Erwin, sufrió un destino terrible pues murió ahorcado acusado de conspirar contra Hitler.