Horacio Bentabol, el azote de Einstein

Versión para TecOb del artículo que publiqué en la revista Historia de Iberia Vieja, edición de marzo de 2017.


En 1931 apareció publicado en Leipzig, Alemania, un libro titulado Cien autores contra Einstein. Esta obra estaba orientada a desacreditar al sabio que había dado a luz la teoría de la relatividad, más que nada por su origen judío, en medio del ascenso del nazismo. Se cuenta que Einstein, al enterarse de la existencia de este libro, comentó: ¡Si estuviera equivocado, uno sólo hubiera sido suficiente!


El deporte de cuestionar a Einstein

Einstein visitó España a comienzos de 1923 y fue tratado como en tantos lugares, entre la admiración y el asombro. Dos años antes, en 1921, había obtenido el Premio Nobel de Física gracias a sus contribuciones a la explicación del efecto fotoeléctrico y a otras aportaciones a la física teórica, no así por la relatividad, más que nada porque por entonces todavía no había encontrado suficiente apoyo experimental y se trataba de un tema polémico. Toda aquella revolución había surgido en 1905, cuando un jovenzuelo desconocido, un físico apenas salido de la universidad, trabajaba en la Oficina de Patentes de Berna. En ese ambiente Einstein alumbró una nueva forma de comprender el universo. De aquellos primeros trabajos surgió la relatividad especial, nació su célebre ecuación de equivalencia entre masa y energía, puso los cimientos de la mecánica cuántica y la física estadística y, década y media más tarde, finalizó su imponente edificio intelectual con la teoría de la relatividad general, que modificó nuestro concepto del espacio, el tiempo y la gravedad. Sin embargo, todo aquello no dejaban de ser bellas ecuaciones sobre papeles, por lo que muchas personas, incluyendo numerosos físicos, veían algo tan radicalmente nuevo como poco menos que un ejercicio mental sin equivalente práctico en nuestro mundo. Cuando al poco de terminar la Gran Guerra se comprobó por medio de una expedición británica que los rayos de luz eran curvados por la gravedad solar, en un experimento realizado durante la observación de un eclipse, quedó claro que la teoría era mucho más que tinta y papel. Desde entonces infinidad de nuevas tecnologías han bebido de lo que Einstein alumbró y, por supuesto, nuestro mundo actual no sería el que es de no haber sido por la pasión por el universo que demostró aquel joven.

Ahora bien, aunque la relatividad ha encontrado apoyo y refuerzo experimental en multitud de ocaciones, a pesar de que gracias a esas ecuaciones hemos podido navegar por el espacio y enviar señales con información a través del planeta, en definitiva, aunque el trabajo de Einstein ha sido comprobado experimentalmente por doquier, siguen quedando rescoldos de un fuego que no se apaga, esto es: la lucha contra su obra. Ciertos aspectos de su figura, como humano que fue, pueden encontrar terreno propio para la crítica, sin duda, pero su obra científica no ha sido todavía desafiada de forma seria en ninguna ocasión. Puede que esta impresionante solidez haya sido el medio más adecuado para cultivar cierta especie de desafío que no ha disminuido con el paso de las décadas. Me estoy refiriendo a las incontables ocasiones que se ha leído el típico texto de: “…científico manifiesta que Einstein se equivocaba…” Los logros de Einstein fueron impresionantes, y por ello es visto como una especie de icono inalcanzable, una figura suprema a la que muchos les gustaría desafiar, con o sin razón, simplemente por el hecho de enfrentarse contra esa autoridad. La mayor parte de esos desafiantes no son más que diletantes con mucho tiempo libre. En la época en que el trabajo de Einstein todavía era motivo de grave controversia, prácticamente en cada país surgió un abanderado del movimiento contra su obra. ¡El sabio alemán debía estar equivocado! Así de sencillo, sobre todo porque había trastocado nuestra visión “pura” del universo y debía ser castigado de algún modo. Nadie le pudo hacer sombra, pero el ruido fue abundante. Y, aquí, en España, si hubiera que elegir a uno de esos azotes de Einstein, sin duda habría que mirar a un apasionante personaje que, ciertamente, era un maestro a la hora de hacer ruido, aunque muy a su pesar no iba bien encaminado en sus postulados.

Horacio Bentabol, el hombre de los mil oficios

Revisando las añejas patentes del Archivo Histórico de la Oficina Española de Patentes y Marcas, descubriremos a cierto ingeniero, residente en Madrid, que atendía al nombre de Horacio Bentabol y Ureta. Al parecer, fue un inquieto inventor, pues ya en 1882 había patentado un “salvavidas para los coches tranvía”. Ese mismo año presentó su “máquina rotatoria que puede funcionar como receptor u operador, especialmente útil para aplicarla como motor de vapor o de agua, bomba, ventilador de presión o compresor de aire.” Pocos años más tarde centró su atención en el desarrollo de mejoras en miras topográficas y, de ese empeño, surgieron sus patentes de 1887, 1901 y 1902. Su última patente, de 1907, estaba destinada a proteger su idea sobre “maquinaria, operaciones y procedimientos para el aprovechamiento de los residuos de corcho que resultan de varias industrias.”

Bien, como inventor, el tal Bentabol fue bastante diletante, no se centró en un solo campo de actuación pero, como se verá a continuación, aquello sólo fue uno de sus muchos intereses. Suele decirse que, quien mucho abarca poco aprieta, y pocos ejemplos más claros del viejo refrán pueden encontrarse que Horacio Bentabol. Estoy seguro que, con la pasión y energía que desbordaba en sus muy diversas actividades, de haberse centrado en un solo campo del saber, hoy día nos encontraríamos recordando a una figura de talla mundial. Por desgracia, Horacio se empeñó en tocar mil palos, intereses muy diversos, desperdigando su talento en multitud de oficios. Bentabol tenía la extraña habilidad de absorber conocimientos de forma rápida y eficaz, pero no era capaz de centrarse en un campo, él debía meterse en todo. No es que aquella fuera mala estrategia, pues en la vida no le fue mal, pero no pudo profundizar lo suficiente como para pasar de ser recolector de información y poco más.

Ejemplo de esto es la cubierta de uno de sus muchos libros. Es como para pasmarse, tomemos aire y veamos cómo se presentaba tan inquieto sabio. El título del libro, de 1925, ya es como para mirar con cierto asombro: “Observaciones a la teoría de la relatividad del profesor Alberto Einstein”. Se trata de un volumen que recoge una versión ampliada de la conferencia que, sobre ese asunto tan de moda por entonces, pronunció el bueno de Bentabol en el Ateneo de Madrid. El autor se presenta así en el prefacio: “D. Horacio Bentabol y Ureta. Inspector jubilado del Cuerpo Nacional de Ingenieros de Minas, Exprofesor de Cálculo Infinitesimal, de Mecánica Racional y de Química General en la Escuela Especial y en la General Preparatoria para ingenieros y arquitectos, Miembro del Instituto de Ciencias, Artes Liberales y Letras de Coimbra (Portugal), Abogado de los ilustres colegios de Madrid y Zamora, Fundador de la sociedad y del periódico de propaganda de reformas sociales, políticas, jurídicas, etc, LA EVOLUCIÓN, etc, etc…” (En algunas obras posteriores se presenta sólo como ingeniero y abogado, para abreviar).

Naturalmente, el “etc” aparece en el original. Era como si no hubiera quedado espacio en el papel como para añadir muchos más méritos. ¡Ingeniero, químico, físico, abogado, periodista, reformador social! ¿Acaso le faltaba algo por explorar a este hombre? Ah, para colmo también se decía geógrafo y geólogo (más que nada por su formación como ingeniero de minas). Y, sorpresa, su gran pasión fueron los «casos imposibles», así de sencillo. Por ejemplo, dedicó años a estudiar la cuadratura del círculo, mientras iba experimentando y publicando pequeñas obras como las que dedicó al cálculo de perfiles transversales. Tuvo su época de pasión geopolítica, se metió en todo tipo de líos acerca de la expansión de España en África, por ejemplo. He ahí su obra de 1894 titulada “Presente y porvenir de Ceuta y Gibraltar”, alumbrada cuando ocupaba el puesto de ingeniero jefe del distrito minero de Málaga, siendo ya ex-profesor de la Escuela de Minas. En 1899 su esfuerzo se volcó en llevar a imprenta sus obras jurídicas, como “Justicia, Leyes y Pleitos, Estudios críticos de interés general explicando lo que son y demostrando lo que deben ser las leyes”. Con el nuevo siglo los intereses de Bentabol se encaminaron a asuntos menos terrenales. En 1906 publicó otro libro surgido de la conferencia que había pronunciado en febrero de ese año: “Cuestiones astronómicas”. Parece un título inocente, pero la cosa tiene mucha miga pues el autor pretende:

“…mostrar una nueva teoría sobre la constitución física del Sol, sobre el origen y formación de las manchas y protuberancias solares y sobre las causas de sus diversas influencias en los meteoros y en la climatología terrestre…”

Si se atiende a la prensa de la época, las conferencias de Bentabol eran espectaculares, llenas de pasión y seguidas por numeroso público (aunque era ignorado por la ciencia oficial, naturalmente). Lástima que las nuevas teorías del conferenciante no fueran por buen camino pues, por ejemplo, trataba de explicar así lo que son las manchas solares:

“…son producidas por la caída sobre el globo del Sol de grandes, de enormes y de pequeños cuerpos, procedentes de puntos y de regiones muy distantes del Sol en el espacio interplanetario, y, en ocasiones, del mismo espacio sideral…”

Teoría sin recorrido, como demostró más tarde el devenir de la ciencia pero, sin embargo, sus intuiciones acerca de la influencia de las variaciones en el comportamiento solar sobre el clima terrestre sí iban por mejores caminos, aunque apenas pudo pasar de una intuición descriptiva, pues pronto pasó a estudiar otro campo diferente del conocimiento. A sus manuales de introducción al estudio del cálculo infinitesimal, así como sus tablas de cálculo, de las que vendió un considerable número de ejemplares, pasó a algo que le ocupó la mente durante bastante tiempo. En 1905 publicó una obra sobre el estudio de eclipses totales de Sol, pero no se vaya a creer que el eclipse en sí era lo que le movía a redactar ese libro. Nada de eso, su intención era demostrar que con el estudio de los eclipses se podía demostrar su teoría acerca de la existencia de una nada efímera atmósfera en la Luna. Cinco años más tarde obtuvo un éxito considerable con su serie de conferencias en la Real Sociedad Geográfica de Madrid. Una de ellas se convirtió en un polémico libro: “Hipótesis y teorías relativas a los cometas y colas cometarias”. No me resisto a extraer una de sus premisas: “Las colas cometarias son el efecto óptico producido por la proyección sobre el medio cósmico interplanetario, del haz radiante formado por refracción a través de la nebulosidad visible y de la atmósfera exterior invisible, que forman el cuerpo del cometa”. Todo ello para demostrar que “el medio sideral tiene una densidad apreciable y no es absolutamente transparente y, por tanto, con suficiente iluminación puede hacerse visible, pudiendo también transformar en luminosas ciertas radiaciones oscuras procedentes del Sol”.

Los últimos años de Bentabol, ya como ingeniero jubilado desde hacía tiempo, no mermaron en absoluto su febril trabajo a la hora de tocar cualquier tema que alcanzara a avivar su interés. Había publicado un estudio sobre las aguas de España y Portugal, un análisis de cierto aparato para producir sulfuro de hidrógeno y hasta una pequeña enciclopedia de mecánica celeste. En 1929 salió de imprenta un monumental libro en el que exponía su teoría acerca de la Luna, con el siguiente título (tómese aire de nuevo): “Demostración de la existencia de la atmósfera lunar con determinación de su dimensión, densidad y valor de la refracción luminosa producida por la misma así como la forma, dimensiones y densidades a grandes alturas de la atmósfera terrestres según un estudio basado en las leyes de Newton, Boyle o Mariotte y demás indiscutibles y mejor establecidas con exclusión de toda hipótesis”. Ya se puede respirar.

Como puede desprenderse de todo lo anterior, el diletante Bentabol era un hombrecillo que levantaba pasiones, pero poco más. Se metió en todo tipo de problemas con su defensa airada de posturas poco racionales, y poco le importaba. Como comenté antes, de haber centrado tanta energía en un solo campo de estudio, quién sabe dónde hubiera llegado. Sin embargo, uno de los empeños en los que más esfuerzos empleó fue, precisamente, desafiar a Albert Einstein. Tan radical fue su propuesta y su lucha “antirrelativista”, que en los foros científicos habituales era todo un proscrito, tal y como menciona Thomas F. Glick en su obra “Einstein y los españoles”, publicada por el CSIC. Los ingenieros no querían ni ver en pintura a Bentabol cuando se trataba de este asunto. La cosa venía de lejos. Bentabol había publicado en 1890 varios artículos en los que afirmaba que los españoles tenían tendencia a creer todo lo que venía de fuera, sobre todo si era alemán o norteamericano. Claro, con Einstein no pudo aguantar más y luchó con todas sus fuerzas contra esa figura de autoridad que le sacaba de sus casillas. Prácticamente durante todos los años veinte del siglo pasado pasó Bentabol por diversas fases de esta “fiebre”, gritando por doquier los supuestos errores de la relatividad. Es más, cuando Einstein pasó por Madrid, posiblemente fuera Bentabol quien más notas tomó en sus conferencias claro que, ante el sabio alemán, no se atrevió a levantar la palabra:

“…soy el primero que aplaudo esas manifestaciones de deferencia y de admiración como aplaudí desde esos bancos y desde las aulas universitarias… había que aplaudir y aplaudimos, porque si en España no hubiésemos enaltecido al señor Einstein tanto o más que en otras naciones, ¿qué no se hubiera dicho dentro y fuera de España respecto a nuestra incultura? (…) Pero los creyentes, los que no habían entendido nada, ni siquiera que el señor Einstein no había dicho nada aprovechable, temerosos de perder el crédito en el concepto público si confesaban su desilusión, contestaban invariablemente a los que les preguntaban por el resultado de las conferencias: ¡Magnífico, admirable!”

A partir de aquella experiencia, la de tener a Einstein delante y viendo cómo era “adulado” por todo el mundo, Bentabol estalla y decide publicar multitud de formas en las que él cree que la relatividad está equivocada. Cientos de cálculos, cuartillas manchadas de tinta, opúsculos… todo para intentar convencer al mundo que aquél alemán era un farsante. Por desgracia para Bentabol, su entendimiento de los fundamentos de la relatividad general era bastante escaso, por lo que todos sus esfuerzos no podían llegar muy lejos y caían en el ridículo. Su excentricidad marcó una época, su intento por forzar cualquier tipo de argumento contra Einstein también fue cómica. Bentabol fue cayendo cada vez más en lo risible y acabó convertido prácticamente en una caricatura del sabio malhumorado incapaz de ver más allá de sus propios prejuicios, siempre opinando de cualquier cosa pero sin llevar razón (¿acaso sería el precursor de eso que hoy día llaman “cuñadismo”?). Podría ser considerado como el más avanzado ejemplo de esa clase de personas que, empeñados en un quijotesto combate basado en datos no contrastados, es incapaz de ver dónde está su error ni aunque acabe atropellado por él.