Un siglo del Spanish Aerocar de Torres Quevedo

Versión para TecOb del artículo que publiqué en la revista Historia de Iberia Vieja, edición de julio de 2016.

Leonardo Torres Quevedo es el inventor de un sorprendente tranvía aéreo que acaba de instalarse sobre el Niágara, cruzando la fantástica vorágine del Whirlpool, que es algo así como un suntuoso complemento escénico, único en el mundo, de las célebres cataratas. (…) La compañía constructora está constituida en Canadá con elementos españoles y capital español, iniciándola el propio D. Leonardo Torres Quevedo. (…) El recorrido sobre el Niágara es emocionante en grado sumo y personas hubo entre las contadísimas que hasta el presente saborearon esa emoción, que sintieron sus cabellos de punta. (…) ¡Pensad que el tranvía rueda y se desliza sutilmente colgado de unos cables flexibles a muchos pies de altura sobre el acuático remolino! Sin embargo, las seguridades de su inventor son absolutas, imposibilitando la temida catástrofe.

Madrid científico. Número 881, 1916.


Donde el Niágara se distrae

Hay pocos lugares tan célebres como las cataratas del Niágara, tanto por constituir un paisaje impresionante como por su propia historia. El turismo masivo ya acudía a este lugar a mediados del siglo XIX. El auge de las visitas llegó a ser tal que, en el cambio de centuria, se habían levantado en sus cercanías todo tipo de caminos, carreteras, vías férreas, puentes y pasarelas, además de establecimientos hoteleros y similares, todo encaminado a satisfacer las necesidades de los visitantes. Pero, además, el lugar es célebre por haber sido el punto en el que comenzó la gran electrificación de Norteamérica, gracias a las grandes centrales hidráulicas y, cómo no, a los generadores de corriente alterna ideados por Nikola Tesla.


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El Spanish Aerocar. Fotografía de Diego Torres Silvestre. CC-By-SA.


El lugar, que ha aparecido en multitud de películas, está constituido por un conjunto de grandes cascadas que cortan el fluir del río Niágara en el noreste de Norteamérica, justo marcando frontera entre los Estados Unidos y Canadá. Con una caída cercana a los 65 metros, las cascadas están divididas en dos: una cercana al lado canadiense de la frontera, en Ontario, y otra próxima a la orilla estadounidense, en el estado de Nueva York. Existe otra catarata, más pequeña, conocida como Velo de Novia, también en el lado de los Estados Unidos. Cualquiera que tenga idea acerca de grandes cataratas a nivel mundial se da cuenta que esa caída mencionada no es gran cosa. Así, el Salto Ángel, en Venezuela, tiene una altura de 979 metros y las cataratas argentinas del Iguazú forman un conjunto de más de dos centenares de saltos con hasta 80 metros de caída. Dicho queda, hay muchas cataratas con mayor caída o en escenarios más asombrosos, pero las del Niágara, dentro de su propia espectacularidad, cuentan con una gran ventaja: se localizan en un área muy poblada, se puede llegar a ellas con gran facilidad desde grandes ciudades de Norteamérica y, por eso, han sido vistas por los ojos y las cámaras de millones de turistas desde hace más de un siglo. Siendo las cataratas más amplias de América del Norte, sus aguas fluyen por el río Niágara entre el lago Erie hasta el Ontario, dentro del sistema fluvial del San Lorenzo en el marco de los Grandes Lagos.

El espectacular marco natural en el que las aguas del Niágara se distraen, sorteando el desnivel gracias a sus cataratas, se completa con un sorprendente e inquietante remolino aguas abajo: el Whirlpool. Y fue, precisamente sobre tan salvaje paisaje, donde a principios del siglo XX se pensó en instalar una atracción sin igual. ¿Por qué no cruzar a los visitantes sobre el remolino? El atractivo de la idea era indudable, ahora bien: ¿quién poseía el ingenio para construir una atracción como esa? El honor fue de nuestro ingeniero universal: Leonardo Torres Quevedo.

El transbordador centenario

Nos encontramos en 1916, hace ahora un siglo. Medio mundo está metido en un horrible lío, matándose unos a otros en la Primera Guerra Mundial. Europa sufre entre trincheras, mares de sangre y novísimas armas. Mientras tanto, al otro lado del Atlántico, los turistas están entusiasmados ante la idea de “flotar” sobre el gran remolino del Niágara. Una atracción sin igual está a punto de ver la luz, de la mano de un ingeniero español.

Sí, ha pasado ya un centenar de años y la máquina sigue ahí, atendiendo al visitante como la primera vez. Conocido como Spanish Aerocar, el transbordador que lleva a los turistas sobre las peligrosas aguas del Niágara continúa en funcionamiento, cosa que no puede decirse de muchas otras máquinas. Aunque ha sido reformado y revisado en varias ocasiones, este transbordador siguen manteniendo en esencia los elementos que surgieron de la mente de su creador: Leonardo Torres Quevedo. Y, no solo eso, porque nuestro ingeniero diseñó la máquina, pero su construcción también corrió de la mano de una empresa española creada al efecto: The Niagara Spanish Aerocar Co. Limited., domiciliada en Canadá con un capital de 110.000 dólares, 30.000 de los cuales se dieron en concepto de derechos de patente a la Sociedad de Estudios y Obras de Ingeniería, de Bilbao. La compañía constructora contaba en sus primeros momentos como vicepresidente e ingeniero jefe con el hijo del inventor de la idea: Gonzalo Torres Polanco, siendo presidente y tesorero Antonio Balzola.

Abierto al público en el verano de 1916, el Spanish Aerocar constituye desde entonces una de las maravillas de la tecnología. Conocido en su tiempo como “tranvía aéreo”, ha demostrado ser, además de espectacular, un medio de transporte muy seguro. Nunca ha sufrido ningún contratiempo digno de mención, y eso que sortea un abismo sobre el Niágara de casi 540 metros del longitud. El vehículo que transporta a los turistas, que disfrutan como si pudieran flotar libremente sobre ese abismo, está propulsado por un motor eléctrico que cuenta con el respaldo de un motor diésel de emergencia para el caso de posibles cortes de corriente. El ingenio posee también un vehículo de rescate adicional para emergencias, pero nunca ha sido necesario utilizarlo.

En total son seis los cables de acero entrelazado, de una pulgada de diámetro, que sostienen todo el sistema del transbordador. El conjunto alcanza una altura en su punto central sobre el remolino de 61 metros, “colgando” entre dos estructuras situadas en terreno canadiense, aunque a lo largo del viaje se cruza la frontera con los Estados Unidos varias veces, cosa que emociona a muchos visitantes tanto como las propias vistas del área de las cataratas.

En un extremo de la línea del transbordador, los seis cables en suspensión están unidos sólidamente a una estructura de hormigón de más de 700 toneladas. En el otro extremo se encuentran libres, pasando por una gran polea y completados por contrapesos de 10 toneladas. Los dos extremos, o estaciones (Punta Thompson y Punta Colt), se encuentran a 76 metros sobre el nivel del río. Así, gracias a los contrapesos móviles, independientemente del lugar de la línea en el que se encuentre el vehículo con su carga, el esfuerzo de tracción por los cables, o tensión, es siempre el mismo. El sistema de soporte del vehículo, con un ingenioso mecanismo de contrapesos, está pensado para que no haya problemas en sortear el abismo incluso en el caso de rotura de alguno de los cables, cosa que, por fortuna, no ha sucedido nunca. En caso de ruptura de un cable, el sistema se ajustaría en altura, hasta encontrar un nuevo equilibrio. Los pasajeros se llevarían un susto ante el cambio brusco de nivel, pero no sucedería ninguna catástrofe. Cada cable soporta una tensión de 10 toneladas de forma constante. La barquilla o transbordador pesa de vacío unas tres toneladas y media y puede transportar hasta a 35 pasajeros. Diariamente, y desde hace un siglo, la navecilla de Torres Quevedo realiza unos veinte viajes entre las orillas, con una duración de casi diez minutos por paseo de ida o de vuelta, aunque podría realizar el trayecto en cuatro minutos en caso de emergencia. Haciendo números se llega a cifras pasmosas de pasajeros para una máquina centenaria que sigue cumpliendo con exactitud y eficacia su cometido original.

Nunca ha sido necesario recurrir al procedimiento de emergencia, lo que da muestra de la fiabilidad del sistema, pero todo está pensado para que no suceda una catástrofe. En el caso en que se rompa el cable de tracción, por ejemplo, el vehículo comenzaría a oscilar entre los cables portadores, cayendo hasta el punto más bajo de la curva de trayecto, en el centro de la línea sobre el remolino. En ese momento se desplegaría el vehículo de emergencia sobre los cables portadores, para conectar con un cable de tracción auxiliar que, conducido hasta la barquilla, permitiría llevar a los turistas hacia la estación sin problemas. Torres Quevedo pensó en todo para que el viaje fuera muy seguro. Por ejemplo, ideó un sistema de puertas automáticas que sólo podían abrirse cuando el vehículo se encontraba a salvo en las estaciones, nunca en medio de un viaje sobre las temibles aguas del Niágara.


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Estación motriz del transbordador. El contrapeso de la fosa sirve para asegurar la tensión constante en el cable tractor. Fuente: Biblioteca Nacional. Mi Revista. Septiembre de 1916.


El proceso de construcción de tan sorprendente ingenio no fue nada sencillo. No bastaba con lograr el premiso de las autoridades canadienses, también fue necesario convencer a la comisión del parque nacional del Niágara, así como lograr permisos por parte del Estado de Nueva York y de Washington porque, a fin de cuentas, era el Gobierno Federal quien debía dar permiso por tener que sortear aguas de su competencia. Todo eso eran papeleos, burocracias varias, más o menos complejas pero factibles. Lo más complicado fue armar todo el ingenio sin colocar ningún cable ni estructura que entorpeciera las vías del ferrocarril del Niágara, que circulaba a orillas del remolino. Por otro lado, la empresa española recibió órdenes directas de las autoridades, prohibiendo alterar los acantilados o la vegetación de las orillas, limitando el tamaño de la construcción de edificios para las estaciones. Pese a todo, la máquina fue construida y armada con una precisión total, para asombro de todo el mundo.

Si Torres Quevedo fue el ingeniero llamado a crear una gesta como la del Spanish Aerocar, fue porque ya contaba con una amplia experiencia en dar vida a ingenios similares. Se puede decir que el vehículo del Niágara fue la culminación de una pasión que había encontrado tiempo antes un resultado igualmente sobresaliente: el tranvía aéreo del monte Ulía en San Sebastián construido en 1907 y desmantelado en 1912. Fue el primer tranvía aéreo pensado para transporte de personas.

La experiencia de San Sebastián, con aquel transbordador capaz de transportar a 18 pasajeros a través de una línea de 280 metros de longitud para salvar un desnivel de 28 metros fue pionera en todo el mundo. Fue tal el éxito de aquel ingenio que la Sociedad de Estudios y Obras de Ingeniería de Bilbao, encargada de su construcción, exportó el modelo a varios lugares de todo el mundo, incluyendo el célebre Spanish Aerocar del Niágara.

La patente de Torres Quevedo para este sistema de “funicular” se distinguía de sus contemporáneas por su originalidad, sobre todo en lo que a la disposición de cables múltiples se refiere. La tensión invariable en ellos, determinada por sus correspondientes contrapesos, independientemente del peso transportado, suponía un salto en cuanto a seguridad nunca antes visto. El transbordador del Niágara, que fue diseñado y construido en España, para ser transportado y montado en América, fue solo uno de los singulares proyectos ideados por Leonardo Torres Quevedo. Sin duda, esta figura debe ser considerada como una de las más importantes de la historia de la tecnología, no sólo de nuestro país, sino a nivel mundial.


Torres Quevedo, cántabro nacido en 1852 y fallecido en 1936, fue pionero de los dirigibles, de las máquinas automáticas, la cibernética y el radiocontrol. Célebres fueron sus demostraciones de calculadoras electromecánicas, el ingenioso artilugio ajedrecista o el control de naves por radio con su Telekino. A todas esas muestras de genialidad de un ingeniero universal se suma una de sus máquinas, que todavía sigue entre nosotros y que tiene vida para mucho tiempo más: el increíble Spanish Aerocar.