La vida lamentable de un ministro…

Con este título publicaba cierto ignoto escritor, bajo el seudónimo de Palmerín, una jocosa e irónica columnilla en el primer número del año 1919 del nido de poetas disconformes y audaces plumillas que fue la revista Cosmópolis. Cámbiense algunos detalles del texto, que a continuación transcribo, y se verá cómo podría aplicarse a la actualidad sin demasiados problemas:

LA VIDA LAMENTABLE DE UN MINISTRO EN ESPAÑA

imgUn ministro puede no trabajar, pero esta falta de laboriosidad tiene que pagarla con su persona, porque se debe a sus directores generales, a su secretaría, a las comisiones, a los banquetes, a un colega y, sobre todo y ante todo, a su presidente del Consejo. Si por una feliz circunstancia está en su mano el reparto de sinecuras, ha de pensar con cierta melancolía que su puesto no lo es. Cobra algunos miles de pesetas mensuales con descuento, pero no hay que envidiarle, porque se las gana. Usa un hermoso auto —de un modelo un tanto pasado de moda— cuyo chauffeur lleva galones dorados y el lacayo una escarapela de oro en la gorra; pero semejante vehículo, siempre trepidante, que corta las filas y penetra en los vestíbulos de los palacios oficiales, no le lleva jamás sino a fiestas en las que tendrá que perorar, a comisiones parlamentarias donde necesitará dar explicaciones sobre asuntos que a menudo ignora. Porque un ministro debe de saberlo todo. Como Pico de la Mirándola debe discutir de todas las cosas y de algunas otras más. No se le permite el menor olvido, ni se transige con el más ligero error. Responsable de las faltas de millares de empleados que nunca ha visto, que él no ha nombrado y que están seguros de permanecer y de que él pasará, sabiendo que ha de ser reemplazado antes de que sus reformas sean votadas, debe poseer un gran fondo de escéptica sabiduría, combinado con un ardor y una voluntad poco comunes. Se le exige que sea a la vez un gran hombre y un buen hombre. Trabajador con vista de águila, insensible al sueño y a la fatiga, incapaz de regatear el menor esfuerzo, elocuente, invulnerable. Tales son las cualidades que se exigen de un ministro, que ninguno de los grandes genios de la humanidad podría pretender ese empleo.

En la práctica, el ministro hace lo que puede. Desde su llegada al poder, animado de las mejores intenciones, pletórico de proyectos, soñando con infinidad de reformas, se entera de que sus sueños son imposibles de realizar. Y choca con las tradiciones conservadoras de la burocracia, con las costumbres y las rutinas de la Administración. Él, que había resuelto revolucionar su departamento, habrá de contentarse con llevarlo al día, como hicieran sus predecesores. Agobiado por una tarea inmensa, se da bien pronto cuenta de que su tiempo se pasa en visitas, recepciones, banquetes y charlas… Entonces, muy gravemente, cuando el ministro es celoso de los intereses del país, trata de hacer algo. En la antesala de un ministerio, como los condenados de Dante, debe abandonar toda esperanza de ser aprobado y comprendido. La pesada puerta dorada y almohadillada se cierra tras de él y el ministro queda prisionero en su jaula. Las injurias, las sospechas, las leyendas calumniosas le abrumarán. Puede esperarlo todo. Las acusaciones de parricida, adúltero, concusionario, farsante y vagabundo, serán su pan cotidiano. Y no le quedará ni aun el recurso de no leerlas, porque un empleado está especialmente encargado en cada ministerio de recortar los artículos referentes al ministro, pegarlos sobre hermosos registros y presentarlos así aderezados, como un plato de gran cocina.

Un ministro necesita levantarse, para poder dominar su trabajo, a las ocho de la mañana lo más tarde. A las nueve llega a su ministerio y caen sobre él los secretarios con centenares de cartas, de las que ha de enterarse siquiera sea someramente y cuyas contestaciones ha de firmar, así como un número de expedientes y disposiciones ministeriales. Después… ¡Oh, después vienen las audiencias! Las audiencias son de dos clases: aquellas que se ve obligado a conceder a comisiones de todos los matices, que van a invitar al ministro a un banquete, a una inauguración, etc., y que son breves. El ministro las inaugura con felicitaciones por la importancia de la obra social, política, intelectual y moral emprendida por sus visitantes, y las termina con vagas y líricas palabras de estímulo, mezcladas frecuentemente con el sentimiento de que «las necesidades de la hora presente, las circunstancias, las exigencias del presupuesto, etc., no le permitan un apoyo más efectivo a una empresa tan elevada, tan patriótica, tan eminentemente fecunda…» Vienen después las audiencias acordadas a los parlamentarios y a las diversas personalidades que gravitan alrededor de cada ministerio. Los parlamentarios y las mujeres son los solicitantes más tenaces y más difíciles de alejar porque el interés y la buena educación les protege. ¡Y qué cosas tan absurdas se piden todos los días a los ministros, desde el diputado que exige que se remueva a un juez de instrucción o el curso de un río, hasta la dama que sonríe mientras solicita cosas imposibles! Nada digamos de las peticiones de empleos. Ciertos ministros no han conseguido nunca imponer respeto a sus funcionarios. Los hay que han jugado con ellos a la baraja, pero afortunadamente estos casos son muy lejanos y sólo el gran Natalio Rivas los recuerda. El desventurado diputado, desde el día en que es promovido a ministro y en que declara que gobernará para todos, se ve asediado por toda clase de demandas de cada uno de sus electores.

Y así, pues, el tiempo que el ministro no pasó en las comisiones o audiencias, transcurre en compañía de los jefes de su departamento estudiando la manera de satisfacer las necesidades y deseos de sus electores. Tras un rápido almuerzo, ya está el ministro con el subsecretario y los directores generales y el jefe del personal hasta la hora de ir al Congreso o al Senado para escuchar las más capciosas o extrañas preguntas, los ruegos más estrambóticos y aguantar las interpelaciones más disparatadas: la exportación del conejo, la exención de derechos aduaneros para los macarrones extranjeros, la prohibición de exportar las patatas fritas, la supresión de la tarifa 33, cuestiones todas graves, pero que a primera vista sorprenden y le tienen sin cuidado al ministro, aunque luego le obliguen a documentarse merced a numerosos funcionarios, a la compulsión de formidables expedientes, terribles ponencias y engorrosas informaciones. Armado con todo este arsenal de notas y datos que ha de asimilarse de prisa y corriendo y digerir de cualquier modo, se presenta en las Cámaras para contestar al demandante o al interpelante. Y mientras llega el momento aún ha de recibir visitas y dictar cartas y celebrar entrevistas. Luego, al responder a sus adversarios, ha de hacer frente al enemigo, no comprometer a sus colegas, respetar a sus predecesores, sonreír a sus correligionarios y no ofenderse por nada. Hay que prometerlo todo y no arriesgar nada…

Si se levanta pronto la sesión, vuelve el pobre ministro a su ministerio y le engancha de nuevo la rueda de la administración y otra vez subsecretario y directores generales y jefes de sección le abruman con leyes, disposiciones, circulares, oficios, comunicaciones, expedientes… Las promociones del personal, los cambios, traslados y permutas exigen con frecuencia largas explicaciones, conferencias y consultas… Y los informes y los expedientes y el presupuesto embargan toda la atención del ministro, que debe solucionar tantos problemas, que ha de manejar tantos intereses… Se trata de millones de pesetas, del porvenir de millares de familias, muchas veces de la suerte y del honor de la patria…

Para descansar, llega la noche, y el personaje ha de vestir el frac para presidir una recepción, un banquete o asistir a una función teatral. Un ministro siempre tiene que presidir alguna cosa y siempre ha de llevar a los comensales o a los asistentes al acto un discurso, que con mucha frecuencia es el mismo discurso de siempre. Media noche. ¡Feliz ministro si al regresar a tus penates, soñoliento y rendido, no encuentras en tu puerta un empleado que te avisa que los mineros de la región tal se han declarado en huelga o que el rápido número 7.051 ha chocado con el mercancías 389… O si no recibes un aviso por teléfono de tu presidente para que acudas a un Consejo extraordinario del que a veces sales dimitido!…

Y al día siguiente, ha de reanudar esa existencia de trabajo, de preocupaciones y de inquietudes… y como premio a tantas fatigas sólo recogerá odios, envidias e injurias. Peor pagado que el director de cualquier casa de banca mediocre, poco más que un recaudador de contribuciones y muchísimo menos que un tenor pasadero, haga lo que haga, nadie apreciará ni agradecerá sus esfuerzos. Y a pesar de todo, su puesto es codiciado, todos esperan su caída para encaramarse en la poltrona, y él mismo sacrifica su salud por mantenerse en el poder, y aun a veces sus amigos y sus opiniones…